Siguiendo su rutina del catolicismo
más cínico y perverso, la abuela levantó a los niños a las seis de la mañana,
les ordenó lavarse cara y manos, y puntualmente a las siete estaban ya los tres
hincados en el primer reclinatorio de la Parroquia de La Votiva, situada en la
esquina del Paseo de la Reforma y la Calle de Génova, prestos a escuchar el
“santo sacrificio de la misa”. Esperanza Salas Gómez de la Torre no se
caracterizaba por su amor al prójimo, pero, eso sí, jamás faltaba a la misa de
siete de la mañana en La Votiva ni al rosario de las siete de la noche ahí
mismo. Este ritual comprendía igualmente ir después de misa al Sanborn’s que se
encontraba en la esquina de Hamburgo y Niza, en esa colonia Juárez donde se
podían buscar blancas y esbeltas rabizas europeas en pleno Paseo de la Reforma,
que era la frontera con la colonia Cuauhtémoc.
La abuela siempre pedía una leche malteada
de chocolate con sus dos galletas y quien la acompañaba debía también pedir y
consumir lo mismo: leche malteada de chocolate y dos galletas. En su gastado
monedero negro traía siempre el costo exacto de ese consumo y obviamente nunca
dejaba propina alguna, aunque se persignaba antes y después de tal refrigerio.
Por las noches el protocolo variaba:
saliendo del rosario de las siete, se llevaba a Toñito, durante el último año
que vivió con ella, a cenar invariablemente en los puestos de caldos de pollo
que por ese rumbo existían. Y Toñito cenó, noche a noche, un caldo de pollo con
dos alones, una molleja y un corazón. Otra tradición también lo era que el niño
se sentara en un extremo del largo tablón para los clientes del puesto,
mientras la anciana permanecía parada junto a él, observando que se terminara
todo: el caldo, los dos alones, la molleja y el corazón de algún flaco y
desafortunado pollo. No importaba que lloviera a cántaros ni que el cielo
vomitara rayos y centellas, ahí imperturbable, sin pronunciar media palabra ni
consumir bebida o alimento, permanecía
la viuda del general Videgaray.
Terminada la cena, sacaba de su
monedero las monedas para el puestero, tomaba a su nieto de la mano y emprendían
el regreso a Hamburgo 126. Al llegar a
su mansión le ordenaba a Chayo que lo acostara en una enorme especie de cuna de madera pintada de
gris y cubierta por una alambrera rectangular que sólo se podía quitar o poner
desde afuera, lo que aterrorizaba a Toñito, pues juraba que varias veces había
visto a una rata paseándose y tratando de roer la malla de alambre. Obviamente
nadie se lo creía y lo tildaban de loco. Dictada dicha instrucción, y muy
quitada de la pena, la abuela se dirigía a la cabecera de la larga mesa del
comedor, donde la esperaba a las nueve en punto de la noche un vaso lleno hasta
el borde de humeante leche caliente.
Pero esa mañana del 14 de junio de
1952, sólo la abuela disfrutó su leche malteada de chocolate y su par de
galletas. A sus nietos sólo les daba vueltas la cabeza y con sus desoladas
caritas no negaban que recordaban en esos momentos el drama miserable vivido la
víspera, 13 de junio, que además de ser la fecha en que nació su madre, fue
también el día de San Antonio, o sea, “santo” de Toñito, así como de su
progenitor y de su abuelo y bisabuelo paternos. Fue, desde luego, el peor de
los onomásticos jamás habido.
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