lunes, 10 de diciembre de 2012

Entrega 16



Siguiendo su rutina del catolicismo más cínico y perverso, la abuela levantó a los niños a las seis de la mañana, les ordenó lavarse cara y manos, y puntualmente a las siete estaban ya los tres hincados en el primer reclinatorio de la Parroquia de La Votiva, situada en la esquina del Paseo de la Reforma y la Calle de Génova, prestos a escuchar el “santo sacrificio de la misa”. Esperanza Salas Gómez de la Torre no se caracterizaba por su amor al prójimo, pero, eso sí, jamás faltaba a la misa de siete de la mañana en La Votiva ni al rosario de las siete de la noche ahí mismo. Este ritual comprendía igualmente ir después de misa al Sanborn’s que se encontraba en la esquina de Hamburgo y Niza, en esa colonia Juárez donde se podían buscar blancas y esbeltas rabizas europeas en pleno Paseo de la Reforma, que era la frontera con la colonia Cuauhtémoc.
La abuela siempre pedía una leche malteada de chocolate con sus dos galletas y quien la acompañaba debía también pedir y consumir lo mismo: leche malteada de chocolate y dos galletas. En su gastado monedero negro traía siempre el costo exacto de ese consumo y obviamente nunca dejaba propina alguna, aunque se persignaba antes y después de tal refrigerio.
Por las noches el protocolo variaba: saliendo del rosario de las siete, se llevaba a Toñito, durante el último año que vivió con ella, a cenar invariablemente en los puestos de caldos de pollo que por ese rumbo existían. Y Toñito cenó, noche a noche, un caldo de pollo con dos alones, una molleja y un corazón. Otra tradición también lo era que el niño se sentara en un extremo del largo tablón para los clientes del puesto, mientras la anciana permanecía parada junto a él, observando que se terminara todo: el caldo, los dos alones, la molleja y el corazón de algún flaco y desafortunado pollo. No importaba que lloviera a cántaros ni que el cielo vomitara rayos y centellas, ahí imperturbable, sin pronunciar media palabra ni consumir bebida o alimento, permanecía  la viuda del general Videgaray.
Terminada la cena, sacaba de su monedero las monedas para el puestero, tomaba a su nieto de la mano y emprendían el regreso a  Hamburgo 126. Al llegar a su mansión le ordenaba a Chayo que lo acostara en una  enorme especie de cuna de madera pintada de gris y cubierta por una alambrera rectangular que sólo se podía quitar o poner desde afuera, lo que aterrorizaba a Toñito, pues juraba que varias veces había visto a una rata paseándose y tratando de roer la malla de alambre. Obviamente nadie se lo creía y lo tildaban de loco. Dictada dicha instrucción, y muy quitada de la pena, la abuela se dirigía a la cabecera de la larga mesa del comedor, donde la esperaba a las nueve en punto de la noche un vaso lleno hasta el borde de humeante leche caliente.
Pero esa mañana del 14 de junio de 1952, sólo la abuela disfrutó su leche malteada de chocolate y su par de galletas. A sus nietos sólo les daba vueltas la cabeza y con sus desoladas caritas no negaban que recordaban en esos momentos el drama miserable vivido la víspera, 13 de junio, que además de ser la fecha en que nació su madre, fue también el día de San Antonio, o sea, “santo” de Toñito, así como de su progenitor y de su abuelo y bisabuelo paternos. Fue, desde luego, el peor de los onomásticos jamás habido.

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