lunes, 24 de diciembre de 2012

Entrega 30



Castañeda ni un solo día montó, pues para empezar no sabía hacerlo y su apariencia de macho fornido y bigotón no hubiera aceptado que un flaquito caballerango jalara su caballo, como si fuera niño chiquito. Pero fundamentalmente no montó porque únicamente estuvo el sábado que llegaron y al día siguiente, domingo, pues el lunes se regresó a la Ciudad de México como a las diez de la mañana. Antes de subirse a su Studebaker se dio tremendo abrazo y beso con Esperanza, tras lo que los niños alcanzaron a escuchar la firme promesa que le hizo a ella de que “sí, en serio, el sábado regreso tempranito y nos vamos hasta el domingo en la noche, ya verás, nos vamos a desquitar”.
Mientras el carro ingresaba a un tramo de curvas que perfectamente bien se veía desde la altura en que se ubicaba el estacionamiento del hotel y de donde Castañeda había salido, Esperanza y las dos criaturas alzaban sus diestras a manera de despedida. Cuando el auto desapareció por completo, la ninfómana sacó de su bolsa blanca cerillos y cigarros, se encendió uno y luego de una bocanada, con el mayor desparpajo, preguntó a sus hijos: “Cabroncitos, ¿regresará por nosotros este hijo de puta o nos quedaremos aquí como pendejos?”.
Ambos se quedaron mudos.
Por alguna razón desconocida toda esa semana Esperanza no tomó ni una gota de alcohol. Pudiera ser porque no le tenía suficiente confianza al dueño del hotel, aunque ambos se apreciaban desde adolescentes. Diego Gómez de la Torre era ciego, muy afable y muy bien educado, de maneras y lenguaje muy propios. Era nieto de una hermana de la madre adoptiva de Esperanza Salas Gómez de la Torre y por su ceguera, y consecuentemente por su típica cara de ciego, con las cuencas de los ojos hundidas y los párpados morachos, impresionaba, atemorizaba terriblemente a Toñito, que nunca se atrevía a mirarlo de frente.
Tal vez por esa personalidad tan decente y correcta que se imponía, Esperanza no se atrevió a mostrarse delante de él, tal cual era, beoda y vulgar. En uno de los corredores del hotel Diego ordenaba desde que  empezaba a pardear la tarde, que le sirvieran una helada jarra de limonada y enseguida comenzaba su animada charla con aquellos que le acompañaban. Y tomando sólo limonada, escuchando al fino invidente, se la pasó Esperanza en los ocasos del lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Como pocas veces, Pera y Toñito, que se rodaban como “barriles” en las pequeñas lomas que se hallaban en los jardines o se divertían incansablemente en los columpios, resbaladillas y subibajas, supieron y gozaron lo que es vivir en paz.
Como lo prometió y muy profesional en sus servicios, Castañeda reapareció a las ocho de la mañana del sábado en el comedor del hotel, donde ya desayunaban Esperanza y sus hijos. Ya para entonces los niños habían gastado su felicidad y empezaban a entristecerse viendo cómo el tiempo avanzaba inexorablemente y en un abrir y cerrar de ojos volvieron a su realidad, cuando cerca de las once de la noche del domingo entraron junto con su madre a la malhadada casa rentada de Cerrada de Hamburgo número uno. Castañeda regresaría días después.
La rutina de esa vida familiar tan peculiar continuaba con sus altos y sus bajos, sin que ninguno de sus actores estuviera zafo de encabezar algún conflicto, ninguno, incluido Toñito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario