Después de que sació su furia y tras varios intentos de
encender el motor, Esperanza fue finalmente capaz de coordinar los movimientos
correctos de sus piernas izquierda y derecha sobre el clutch y el acelerador,
para lograr así que el Ford se desplazara normalmente y ya no se apagara. Al
cabo de un rato y con la mejor suerte del mundo, pues ni chocaron y ninguna
patrulla los descubrió, Esperanza y sus hijos arribaron a Cerrada de Hamburgo.
La borracha de plano no podía estacionar el auto en el espacio exacto que hasta
el fondo de la cerrada, del lado izquierdo, le correspondía, cuando de
improviso, ante la estupefacción de ella y los dos hermanitos, de la oscuridad surgió la figura de Armando Castañeda, quien
seguramente había rondado por allí durante quién sabe cuántas horas. Tal vez
andaba corto de dinero y necesitaba rentarse, tal vez estaba tomado y quería
beber más….gratuitamente, o tal vez, también gratuitamente, quería tener sexo
porque andaba excitado.
-¡Muñeca, muñequita, me muero por ti, llevo horas esperándote!
¡Niñitos, qué gusto verlos!, con la más melosa de las voces Castañeda sacó a
todos de su asombro. Esperanza como que recobró la sobriedad sin haber pasado
por la cruda y sin contestarle nada, nada en lo absoluto, sólo atinó a
recorrerse hacia su derecha, abrirle la puerta para que subiera al carro y
abrazarlo y besarlo con toda pasión, relamiendo sus bigotes y chupándole la
nariz, una y otra y otra y otra y otra veces.
Los minutos transcurridos entre la última vomitada y ese
instante han de haber resultado eternos y por lo tanto han de haber convertido
en perfume de rosas el aliento de Esperanza, pues Castañeda también la besó una
y otra vez con fruición. Los niños, pasmados, se miraban entre sí y sentían que
sus plegarias interiores habían dado resultado, pues el humor de su madre
cambió, la violencia desapareció y podrían dormir en paz esa noche.
Una vez que Castañeda estacionó correctamente el coche en
el lugar correspondiente, los cuatro lo abandonaron. Esperanza sacó de su bolsa
el manojo de llaves y no tardó en encontrar la de la entrada de la casa. Andaba
ya con ansia. Sin decir nada, los niños subieron la empinada escalera y rápido
se metieron al baño. Luego de algunos minutos se dirigieron hacia su cuarto,
percatándose que su madre y su amasio acababan de ingresar a la alcoba de ella.
Pera y Toñito se pusieron rápidamente sus piyamas, pues de lo que menos tenían
ganas era de entablar cualquier conversación. Estaban agotados y la tensión
nerviosa que ese larguísimo día padecieron resultó, contra cualquier pronóstico
o antecedente, un eficaz somnífero para ambos. En cuestión de segundos las dos
criaturas entraron en un profundo sueño.
Llevarían unas dos horas bien dormidos, cuando de pronto
un estruendo proveniente de la recámara de su madre los despertó. En fracción
de segundos se asomaron a la puerta, que estaba abierta, y vieron cómo aún se
desprendían de la luna del ropero pedazos de vidrio, mientras que el pesado
mueble aparecía tirado sobre la cama y a un lado de ella Armando bien peinado y
bien arreglado con su traje azul marino de rayas blancas, su camisa blanca de
vestir y la corbata marrón perfectamente anudada, golpeando inmisericordemente
con ambos puños a su madre en la cara que ya se veía tumefacta y sangrante por
nariz y boca, en medio de los gritos de auxilio y de piedad de la mujer que
estaba encuerada y con el pelo revuelto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario