miércoles, 23 de enero de 2013

Entrega 57



La familia Ruiloba le había cerrado las puertas por su alcoholismo irremediable a Toño, y Carlos y Lupe le negaron en varias ocasiones dinero, particularmente cuando Esperanza lo demandó y tuvo que huir a Estados Unidos.
Pero no les quedó de otra. El padre de los niños resultaba la única salida y  así se jugaron el albur.
Toño Ruiloba, a su vez, ansiaba regresar a México. Vivía muy deprimido en Los Angeles. A pesar de ser ingeniero civil, sólo había logrado emplearse como mesero en un lujoso restaurante del Sunset Boulevard, donde para su mala suerte lo descubrió accidentalmente una prima hermana suya (María Luisa Ruiloba Vallejo), la que más tardó en llegar allí, que en regresarse de volada a México para contarle a todo el mundo el monumental chisme.
 A Toñito no lo conocía y a Pera sólo la había visto durante sus primeros cuatro años de vida. Añoraba igualmente a sus cuates de parrandas, el ambiente de las cantinas, las santas borracheras que con ellos en ellas se ponía. Sí era muy amiguero y hablantín, siempre presto a ayudar desinteresadamente al que lo necesitara. Extrovertido por naturaleza, Toño igualmente era, tal y como su ex esposa lo vociferaba cada que se embriagaba, putañero hasta decir basta (“¡y sólo con putas finas, de las de a 200 pesos!”). Sin embargo, Lupe y Carlos no contaban con otro cartucho a la mano, y Toño Ruiloba aceptó de buen grado la propuesta de tratar de convencer a Esperanza para reanudar su vida como pareja. Eso lo acometió sin pedírselo tal cual, sino a través del artificio de que lo ayudara a regresar a morir en México, pues la nostalgia (le juró) había terminado con sus ganas de existir. En una larguísima y lacrimosa carta, que efectivamente hizo llorar a Esperanza y echarse varias cubas en recuerdo del antiguo (¿o todavía?) amado, Toño Ruiloba le clavó la certidumbre de que sólo quería regresar a morir en el suelo que lo había visto nacer. Nomás.
En Los Angeles la reconciliación fue inmediata. Fueron sólo tres días los que necesitó Ruiloba para reconquistar a Esperanza. Al cuarto día, en que se regresaron a México Pera y su madre, Toño ya contaba con suficiente dinero en el banco, que le había dado su ex mujer. Abandonó el restaurante sin pasar a cobrar lo que le debían, se compró ropa fina e hizo todos los arreglos para volar al Distrito Federal el 28 de diciembre, fecha en que Pera cumpliría once años de edad.
Más que por los regalos que increíblemente su madre, contra toda tradición y toda lógica, le trajo de Los Angeles, Toñito estaba feliz de la vida por ver nuevamente a su hermanita. Los dos chiquillos se abrazaron y besaron como si llevaran un siglo sin verse.
-¡Ven Toñito, ven a ver lo que te compramos en Estados Unidos!, ¡ven a ver qué padres juguetes y mira tus playeras, pruébatelas!, le decía Pera, mientras se daban a la tarea de arrancar los cordones de las cajas y sacar las cosas desesperadamente.
Jerónima los veía de lejos, contenta también, y hasta Esperanza parecía tener, pues al menos así puso la cara, buen humor. Fueron como diez playeras rayadas horizontalmente con vivos colores, una caja de Meccano, otra de tabiques de plástico, un jet de guerra, para Toñito. Luego pasaron a ver lo que Pera se había traído para ella, que eran revistas de espectáculos, comics (cuyas páginas no dejaban de oler los dos niños), tres bluejeans y un trajecito sastre color beige en el que realmente parecía una modelo infantil de magazine. Horas, verdaderamente, se pasaron jugando, alegres, como si hubieran dejado atrás todas las pesadillas, o mejor dicho, como si jamás las hubieran sufrido.

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