Terminada la
cena, Ruiloba y los niños subieron a las habitaciones. Esperanza roncaba a
pierna suelta, por lo que no escuchó todo el ruido que su hija hizo cuando
entró y salió del baño, buscó en qué cajón del rústico armario había guardado
su camisón y finalmente se metió a la cama. Toñito, a su vez, sentía pena en el
otro cuarto, de desnudarse ante su papá. De plano el niño seguía sin hablarle
directamente a Ruiloba y sólo se limitaba a contestarle de manera impersonal.
Ni por equivocación le decía papá ni iniciaba conversación alguna, aunque ya
sentía que le caía muy bien.
Para su
fortuna, las dos habitaciones tenían camas dobles. Toñito se quitó rápidamente
el traje de baño y se puso sus calzoncillos dentro de su cama, mientras su papá
se fumaba un cigarrillo afuera, sentado en uno de los dos equipales que había
en el balcón con que contaban y que daba a uno de los jardines del inmenso
hotel de estilo californiano. Cuando entró nuevamente, su hijo se hizo el
dormido, observándolo con el ojo izquierdo poquito entreabierto. Ruiloba apagó
la luz y también sólo con calzoncillos se metió en su cama.
Parecía que
todo iba a transcurrir en santa paz, pero como a la hora de que los ronquidos
de Ruiloba afortunadamente alcanzaban los decibeles más bajos y Toñito avanzaba
en su esfuerzo por tratar de conciliar el sueño, la habitación se iluminó
totalmente y el fortísimo estruendo que siguió al relámpago disparó al niño
instantáneamente hacia la cama de su progenitor, quien en una fracción de
segundo despertó, se sorprendió y se las ingenió quién sabe cómo para contener
un ataque de risa.
Una inusual
tormenta en plena primavera cayó esa noche sobre Cuernavaca y operó el milagro
de que el hijo buscara la protección del padre, se refugiara en su seno y
rompiera de una vez por todas la barrera que de manera antinatural pretendía
obstaculizar el fuerte llamado de la sangre. Acurrucados los dos cuerpos, sin
palabras de por medio, sincronizaban sin embargo a un mismo ritmo, acelerado,
sus respectivos corazones.
Una mañana
fresca y hermosa sorprendió a trabajadores y huéspedes del Hotel Chula Vista,
presagio de buenos momentos de vida para quienes el zumo de la naturaleza lo
sabían descubrir y aprovechar. Domingo, lunes y martes también la familia
Ruiloba Videgaray se quedó en ese paraíso terrenal, emprendiendo el regreso a
la Ciudad de México hasta las cinco de la mañana del miércoles. La suerte ya no
les alcanzó para tanto a Pera y a Toñito: hacia las 6:15 ya estaban en Cerrada
de Hamburgo y a tiempo para abordar sus respectivos camiones escolares.
Conquistado su hijo, Ruiloba jamás volvió a hacer el intento por llevarlo en el
Fotingo al Tepeyac, como tampoco semanas después en su Mercury rojo.
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