Así las cosas, Pera y Toñito
cruzaron la alta verja de hierro forjado de Hamburgo 126, subieron los cuatro
escalones del pórtico e ingresaron al marmóreo y frío –en todo sentido-
vestíbulo de la casa. Simultáneamente la abuela instruyó a una de sus seis
sirvientas a que en algún cuarto de la casita de piedra destinada a la
servidumbre acomodaran por esa noche a Jerónima.
-¿Ya cenaron?, preguntó cínicamente
la abuela, que bien a bien sabía todo lo que había pasado en este último
escándalo de su hija Esperanza. Tímidamente contestaron ambos que no, a lo que
la anciana sólo les hizo la seña de que la siguieran hacia la cocina que se
intercomunicaba con el lujoso comedor. Ahí, la frágil figura de esta septuagenaria
de origen alemán, huérfana antes de su primer año de vida y adoptada por un
rico matrimonio mexicano (por ello los apellidos Salas Gómez de la Torre), se
dirigió a uno de los dos grandes frigoríficos y sacó una botella de leche, de
sello rojo, de la Hacienda de la Patera, la cual junto con la de los establos
del Rancho del Olivo, con sello amarillo, era la mejor y más cara que se vendía
en la Ciudad de México. Los niños se bebieron dos vasos enteros cada uno de
ellos, pues hambre la traían atrasada, sed también, y ninguna otra cosa les fue
ofrecida. Durante la rápida ingesta, ni una sola palabra fue cruzada en la mesa
de granito de la cocina, siempre muy bien surtida de carnes, embutidos,
bizcochos, verduras, frutas y todo tipo de alimentos.
Todavía con sus bigotes de leche,
los niños ascendieron la escalera de mármol y se encaminaron a la habitación
que les abrió la abuela. Bien amueblada, con mobiliario de caoba, destacaba en
ella un gran ropero de exquisita marquetería con cajoneros del lado derecho y
puertas de doble hoja con sus respectivas lunas biseladas. Una confortable cama
con sus sábanas bordadas les esperaba, pero a pesar del cansancio les costó
mucho poder conciliar el sueño.
El piso de fino parqué resultó
suficiente, ante la carencia de alguna alfombra, para acallar el sonido de las
pisadas de los dos infantes que habían de meterse a la cama puesta la ropa del
día, de ese infausto día. La habitación de altos techos guardaba un olor muy
especial, difícil de describir, no era el propio de la humedad, tampoco el de
las finas maderas que la vestían, más bien era ese raro, peculiar olor de los
espacios vacíos de calor humano, de amor. Bueno, la casa entera, o mejor dicho
en la casa entera, lo que menos se respiraba era amor.
Absortos cada uno en sus
pensamientos, no hablaban. Toñito no apartaba los ojos del techo y Pera
mantenía la fijeza de su vista en una de las paredes de la recámara. De sus
ojitos se derramaban sendos lagrimones y la mucosidad humedecía su nariz. Ya
casi clareaba, a lo lejos se oía el quiquiriquí de algún gallo en la ciudad que
se levantaba tranquila, tras un sueño acurrucado por los silbatos de los
gendarmes que vigilaban las manzanas a su encargo.
Ya de mañana, tras la pesadilla de
la víspera, Jerónima se fue muy temprano a Cerrada de Hamburgo. Larga y
fatigosa tarea tendría por delante: limpiar el desastre causado por Esperanza y
volver habitable lo que a todas luces parecía una catástrofe sin compostura
alguna. La matriarca de los Videgaray le dio algunos pesos para que se comprara
algo para comer, en tanto su hija regresaba a la casa y reasumía los gastos y
el mal gobierno de la misma.
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