domingo, 9 de diciembre de 2012

Entrega 15




Así las cosas, Pera y Toñito cruzaron la alta verja de hierro forjado de Hamburgo 126, subieron los cuatro escalones del pórtico e ingresaron al marmóreo y frío –en todo sentido- vestíbulo de la casa. Simultáneamente la abuela instruyó a una de sus seis sirvientas a que en algún cuarto de la casita de piedra destinada a la servidumbre acomodaran por esa noche a Jerónima.
-¿Ya cenaron?, preguntó cínicamente la abuela, que bien a bien sabía todo lo que había pasado en este último escándalo de su hija Esperanza. Tímidamente contestaron ambos que no, a lo que la anciana sólo les hizo la seña de que la siguieran hacia la cocina que se intercomunicaba con el lujoso comedor. Ahí, la frágil figura de esta septuagenaria de origen alemán, huérfana antes de su primer año de vida y adoptada por un rico matrimonio mexicano (por ello los apellidos Salas Gómez de la Torre), se dirigió a uno de los dos grandes frigoríficos y sacó una botella de leche, de sello rojo, de la Hacienda de la Patera, la cual junto con la de los establos del Rancho del Olivo, con sello amarillo, era la mejor y más cara que se vendía en la Ciudad de México. Los niños se bebieron dos vasos enteros cada uno de ellos, pues hambre la traían atrasada, sed también, y ninguna otra cosa les fue ofrecida. Durante la rápida ingesta, ni una sola palabra fue cruzada en la mesa de granito de la cocina, siempre muy bien surtida de carnes, embutidos, bizcochos, verduras, frutas y todo tipo de alimentos.
Todavía con sus bigotes de leche, los niños ascendieron la escalera de mármol y se encaminaron a la habitación que les abrió la abuela. Bien amueblada, con mobiliario de caoba, destacaba en ella un gran ropero de exquisita marquetería con cajoneros del lado derecho y puertas de doble hoja con sus respectivas lunas biseladas. Una confortable cama con sus sábanas bordadas les esperaba, pero a pesar del cansancio les costó mucho poder conciliar el sueño.
El piso de fino parqué resultó suficiente, ante la carencia de alguna alfombra, para acallar el sonido de las pisadas de los dos infantes que habían de meterse a la cama puesta la ropa del día, de ese infausto día. La habitación de altos techos guardaba un olor muy especial, difícil de describir, no era el propio de la humedad, tampoco el de las finas maderas que la vestían, más bien era ese raro, peculiar olor de los espacios vacíos de calor humano, de amor. Bueno, la casa entera, o mejor dicho en la casa entera, lo que menos se respiraba era amor.
Absortos cada uno en sus pensamientos, no hablaban. Toñito no apartaba los ojos del techo y Pera mantenía la fijeza de su vista en una de las paredes de la recámara. De sus ojitos se derramaban sendos lagrimones y la mucosidad humedecía su nariz. Ya casi clareaba, a lo lejos se oía el quiquiriquí de algún gallo en la ciudad que se levantaba tranquila, tras un sueño acurrucado por los silbatos de los gendarmes que vigilaban las manzanas a su encargo.
Ya de mañana, tras la pesadilla de la víspera, Jerónima se fue muy temprano a Cerrada de Hamburgo. Larga y fatigosa tarea tendría por delante: limpiar el desastre causado por Esperanza y volver habitable lo que a todas luces parecía una catástrofe sin compostura alguna. La matriarca de los Videgaray le dio algunos pesos para que se comprara algo para comer, en tanto su hija regresaba a la casa y reasumía los gastos y el mal gobierno de la misma.

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