sábado, 8 de diciembre de 2012

Entrega 14



Naturalmente, por eliminación,  era Chayo, la nana, quien lo mal veía. Chayo era todo lo contrario a Jerónima. Esta era una muy humilde y dulce hidalguense veinteañera, y aquélla una cuarentona solterona de agrio carácter, avecindada en Xochimilco, y que no podía negar que formaba parte de una familia venida a menos. Trabajar como nana era una afrenta a su orgullo.
Y eso que las nanas ocupaban lo que pudiera denominarse el sitial de oro dentro de la escala social de la servidumbre doméstica: recibían mejor trato de los patrones, mejor salario, formaban parte de la parafernalia familiar y la convivencia cotidiana con los niños a su cuidado les permitía cierta familiaridad. Muchas nanas inclusive viajaban al extranjero con sus patrones y, por vía de hechos, la hacían de madres verdaderas de los niños. En fin, eran depositarias de la absoluta confianza de sus patrones y la primera autoridad en la experiencia vital de los niños encomendados a ellas. Desde luego, contar con una o más nanas, resultaba también un símbolo de prestigio social para la familia. Tal como los objetos, las nanas también eran presumibles como prueba de buena posición económica.
Para mala fortuna de Toñito, Chayo resultó ser la peor de las nanas imaginables y en situación de absoluta libertad para actuar a su arbitrio, luego que ni a la abuela ni a la madre del niño les interesaba un  soberano cacahuate la suerte de éste, como tampoco el trato que la  nana contratada le proporcionaba. Por quítame estas pulgas las nalgadas estaban a la orden del día y su soledad y tristeza sólo se mitigaban los fines de semana, cuando los tíos Carlos y Lupe pasaban por ambos hermanos y les dispensaban dulzura y cariño. A veces, raras por cierto, Esperanza Videgaray se apersonaba en Hamburgo 126 con Pera y los hermanos así podían gozar un rato juntos.
¡Y vaya que el trato de la nana era áspero y su poder y autoridad ilimitados! Una vez, poco antes de que Esperanza lo recogiera para ya vivir definitivamente con ella en Cerrada de Hamburgo, Chayo le pidió permiso a la abuela para llevárselo a pasear a Xochimilco, a casa de su familia. Ese fue el primer e inolvidable viaje de Toñito, por muchas razones. El largo y lento trayecto en el tranvía, de ida y vuelta, le encantó. El suave balanceo del asiento tableado, el sonido rítmico de las ruedas devorando los interminables rieles, ver personas sonrientes y de buen humor, el verdor del pasto, las vacas y los burros, los árboles abundantes, el orden de la naturaleza por espaciosos tramos que el cemento de la urbe en expansión aún no prostituía, impresionaron el alma de un niño que diario vivía entre paredes y seres humanos inhóspitos, salvo los fines de semana que se le iban como agua entre las manos.
Pero la alegría de la primera parte del viaje a Xochimilco pronto se desvaneció y dio paso a una especie de exhibición pública de domesticación. Chayo se lució una y otra vez ante sus familiares sometiendo a Toñito a pruebas de obediencia e inteligencia: A ver, Toñito, ¿cómo se dice?, preguntaba modosita la gorda cuarentona de grises trenzas recogidas cuando dejaba cada plato de comida al niño. Y…..¡gracias!, contestaba el infante cual resorte, tras recibir discreto y efectivo pellizco de la nana Chayo.
O si no: A ver, Toñito, ¿el Angel de la Independencia es de plata o es de oro?, y el pobre niño, so pena de otro pellizco, contestaba como idiotita: de oro nana Chayo. Y los familiares así le aplaudían a Chayo su buena crianza, para de inmediato ser todo oídos a los chismes que en voz baja les empezaba a contar sobre las rarezas de la familia Videgaray en general y el triste destino de Toñito en particular. De vez en vez alguna de las mujeres volteaba a ver con ojos de lástima al pequeño, mientras éste enrojecía y bajaba la cabecita por la vergüenza que le causaba todo lo que Chayo relataba con lujo de detalles.
Entre chismorreos y prácticas circenses transcurrió la visita. Como a las cinco abordaron el tranvía de regreso y todo el camino la nana se lo pasó recriminando a la infeliz criatura sobre las desmesuras que, a su juicio supremo, había cometido en tan significada ocasión. No faltaron tampoco las amenazas sobre lo que le  pasaría si no contestaba esto o lo otro cuando la abuela lo interrogara sobre el paseo. No hubo ningún interrogatorio. La indiferencia era la norma habitual.

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