Naturalmente, por eliminación, era Chayo, la nana, quien lo mal veía. Chayo
era todo lo contrario a Jerónima. Esta era una muy humilde y dulce hidalguense
veinteañera, y aquélla una cuarentona solterona de agrio carácter, avecindada
en Xochimilco, y que no podía negar que formaba parte de una familia venida a
menos. Trabajar como nana era una afrenta a su orgullo.
Y eso que las nanas ocupaban lo que
pudiera denominarse el sitial de oro dentro de la escala social de la
servidumbre doméstica: recibían mejor trato de los patrones, mejor salario,
formaban parte de la parafernalia familiar y la convivencia cotidiana con los
niños a su cuidado les permitía cierta familiaridad. Muchas nanas inclusive
viajaban al extranjero con sus patrones y, por vía de hechos, la hacían de
madres verdaderas de los niños. En fin, eran depositarias de la absoluta
confianza de sus patrones y la primera autoridad en la experiencia vital de los
niños encomendados a ellas. Desde luego, contar con una o más nanas, resultaba
también un símbolo de prestigio social para la familia. Tal como los objetos,
las nanas también eran presumibles como prueba de buena posición económica.
Para mala fortuna de Toñito, Chayo
resultó ser la peor de las nanas imaginables y en situación de absoluta
libertad para actuar a su arbitrio, luego que ni a la abuela ni a la madre del
niño les interesaba un soberano
cacahuate la suerte de éste, como tampoco el trato que la nana contratada le proporcionaba. Por quítame
estas pulgas las nalgadas estaban a la orden del día y su soledad y tristeza
sólo se mitigaban los fines de semana, cuando los tíos Carlos y Lupe pasaban
por ambos hermanos y les dispensaban dulzura y cariño. A veces, raras por
cierto, Esperanza Videgaray se apersonaba en Hamburgo 126 con Pera y los
hermanos así podían gozar un rato juntos.
¡Y vaya que el trato de la nana era
áspero y su poder y autoridad ilimitados! Una vez, poco antes de que Esperanza
lo recogiera para ya vivir definitivamente con ella en Cerrada de Hamburgo,
Chayo le pidió permiso a la abuela para llevárselo a pasear a Xochimilco, a
casa de su familia. Ese fue el primer e inolvidable viaje de Toñito, por muchas
razones. El largo y lento trayecto en el tranvía, de ida y vuelta, le encantó.
El suave balanceo del asiento tableado, el sonido rítmico de las ruedas
devorando los interminables rieles, ver personas sonrientes y de buen humor, el
verdor del pasto, las vacas y los burros, los árboles abundantes, el orden de
la naturaleza por espaciosos tramos que el cemento de la urbe en expansión aún
no prostituía, impresionaron el alma de un niño que diario vivía entre paredes
y seres humanos inhóspitos, salvo los fines de semana que se le iban como agua
entre las manos.
Pero la alegría de la primera parte
del viaje a Xochimilco pronto se desvaneció y dio paso a una especie de
exhibición pública de domesticación. Chayo se lució una y otra vez ante sus
familiares sometiendo a Toñito a pruebas de obediencia e inteligencia: A ver,
Toñito, ¿cómo se dice?, preguntaba modosita la gorda cuarentona de grises
trenzas recogidas cuando dejaba cada plato de comida al niño. Y…..¡gracias!,
contestaba el infante cual resorte, tras recibir discreto y efectivo pellizco
de la nana Chayo.
O si no: A ver, Toñito, ¿el Angel de
la Independencia es de plata o es de oro?, y el pobre niño, so pena de otro
pellizco, contestaba como idiotita: de oro nana Chayo. Y los familiares así le
aplaudían a Chayo su buena crianza, para de inmediato ser todo oídos a los
chismes que en voz baja les empezaba a contar sobre las rarezas de la familia
Videgaray en general y el triste destino de Toñito en particular. De vez en vez
alguna de las mujeres volteaba a ver con ojos de lástima al pequeño, mientras
éste enrojecía y bajaba la cabecita por la vergüenza que le causaba todo lo que
Chayo relataba con lujo de detalles.
Entre chismorreos y prácticas
circenses transcurrió la visita. Como a las cinco abordaron el tranvía de
regreso y todo el camino la nana se lo pasó recriminando a la infeliz criatura
sobre las desmesuras que, a su juicio supremo, había cometido en tan
significada ocasión. No faltaron tampoco las amenazas sobre lo que le pasaría si no contestaba esto o lo otro
cuando la abuela lo interrogara sobre el paseo. No hubo ningún interrogatorio.
La indiferencia era la norma habitual.
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