martes, 11 de diciembre de 2012

Entrega 17









CAPITULO 2

Una vez que salieron de Sanborn’s la abuela y sus dos nietos, se dirigieron a la casona donde ya los esperaban Ana Videgaray Salas y sus dos hijos, Nachín y Ana Rita. El primero ya era un adolescente de 16 años y su hermana andaba en los 12. Su padre, divorciado de Ana cinco años atrás, era el arquitecto Ignacio Calero Topete. Parrandero y borracho, radicaba en Caracas, Venezuela, donde era contratista del régimen del dictador Marcos Pérez Jiménez.
Los nietos Ruiloba Videgaray y Calero Videgaray realmente no se llevaban mucho entre sí, sea que  el mayor de los cuatro, Ignacio (Nachín), simplemente le llevaba diez años al menor (Toñito), sea que Ana Rita y Pera no coincidían absolutamente en  nada y eran extensiones naturales de sus madres, Ana y Esperanza, que tampoco se profesaban un amor fraternal. Ana fue la segunda hija del matrimonio Videgaray-Salas y Esperanza la última. Ana nació en la Ciudad de México en 1908 y Esperanza cuatro años después en París, Francia, durante el viaje del general Videgaray a Europa, para cobrar el “gordo” de la lotería en Madrid.
Tras un frío saludo entre Ana y su madre Esperanza Salas y los besos de compromiso de Nachín y Ana Rita a su abuela, las dos mujeres se introdujeron al despacho y los cuatro nietos se quedaron en una de las salas, sentados, mirándose unos a otros sin mediar palabra. Al cabo de un rato la matriarca y la gordísima Ana (quien diluía sus problemas a través de la alimentación compulsiva, mientras que su hermana los derivaba al alcoholismo) salieron del despacho y la abuela ordenó a todos abordar el Chevrolet de su hija, luego de anunciarles el motivo, que cayó como balde de agua fría a los hijos de Esperanza Videgaray: vamos a llevar a Pera y Toñito con su mamá, que ya los está esperando en casa del filipino.
Un mozo abrió la alta verja de la casona. Lentamente, irremediablemente, fatalmente, cada una de las dos hojas de la tremenda puerta se fueron deslizando sobre sus respectivos rieles semicirculares, hasta propiciar el espacio suficiente para que el Chevrolet negro pudiera cruzar. Una vez afuera de la casa, el auto enfiló a la izquierda por la Calle de Hamburgo hasta topar con la Avenida Florencia, donde dio vuelta a la derecha para llegar a la gasolinera ubicada en la esquina de Florencia y la lateral del Paseo de la Reforma. Mientras el carro se tragaba litro tras litro de Supermexolina, Toñito, sentado con los demás niños en el asiento trasero del automóvil, miraba absorto el enorme emblema del Pemex de los años cuarenta y cincuenta: un simpático charrito panzón, con las piernas arqueadas, ensombrerado y con una reata en todo lo alto. Ese anuncio le llamaba mucho la atención a Toñito, sobre todo de noche, cuando el juego de la luz blanca de neón figuraba el movimiento hacia abajo y hacia arriba de la reata y del brazo derecho.

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