miércoles, 12 de diciembre de 2012

Entrega 18



Pera y su hermanito verdaderamente deseaban que el tiempo se detuviera, se congelara o al menos se retardara; que la tía  Ana no encontrara la billetera, a pesar de que sus gordas manos se habían clavado hasta las profundidades de su bolso blanco para buscarla; o que su abultado vientre impidiera que el volante se moviera; anhelaban de todo corazón que el auto, en vez de ya tomar velozmente el Paseo de la Reforma hacia las Lomas de Chapultepec, diera vueltas incesantes, rodeara infinitamente la glorieta del Angel de la Independencia. Sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas fantasiosas, quedaron, sin embargo, en sólo eso: deseos, anhelos, esperanzas….
Uno a uno fueron desfilando ante su vista los mojones urbanos creados por ellos en su pensamiento para distinguir y medir un camino tantas veces antes recorrido: la ruta hacia la casa del filipino. Así, el cine Chapultepec, los leones a la entrada del zoológico, el Auditorio Nacional, la glorieta de Pemex, el restaurant Las Chalupas, la bella casona de la embajada argentina, el Dairy Queen, fueron marcando el camino hacia lo inevitable.
Uno a uno también vieron con tristeza cómo el auto de Ana dejaba atrás los camiones de pasajeros que transitaban por todo el Paseo de la Reforma, desde su inicio en la glorieta del “Caballito” (así llamada popularmente por asentarse en ella una hermosa escultura ecuestre de Manuel Tolsá), hasta su término en la entrada a la carretera a Toluca. Camiones estos a donde tantas veces habían subido y que eran verdadera clasificación social: en los de primera clase, con cómodos asientos individuales, donde costaba el pasaje treinta centavos, y que eran de color café con una cenefa azul hacia la mitad de toda su carrocería, viajaban hombres vestidos de traje, corbata y sombrero de fieltro y mujeres bien retocadas con trajes o vestidos de calle; y en los de segunda,  con duras bancas corridas, donde el boleto costaba veinte centavos, y que eran verde claro con cenefa blanca, un mar de sombreros de palma cubría las cabezas de hombres de humildes vestimentas, mientras que mayormente trenzas y rebozos adornaban testa y tronco de las mujeres. El ingreso a las Lomas de Chapultepec los niños lo notaron también por la aparición cada vez más frecuente en las banquetas, de los uniformes azul claro y rosa pálido, con blancos y almidonados delantales, de las sirvientas, que así reservaban los de azul marino sólo para las grandes ocasiones.
 Veinte minutos después de haber cargado gasolina, el auto entroncó la Calle Montañas Rocallosas Oriente, bajó por ella hasta la de Mayorga y detuvo su marcha frente al número 105, en la mera esquina con la Calle Diego Fernández de Córdoba.
En ese edificio con bay windows, muy al estilo de San Francisco, California, vivía en el segundo piso, en el departamento 201,  el famoso filipino. Se llamaba José Mulayo, pero desde siempre todo mundo lo conocía, y lo nombraba, como el Chino, Joseph o Joe, sobre todo. Joe para acá y Joe para allá. Tenía el pelo cenizo, frisaba los 65 años, alto y muy delgado, con los ojos rasgados, pómulos prominentes, fumaba pipa o cigarros Delicados y diario se emborrachaba con una botella entera de Bacardí, ron con el cual sazonaba cualquier platillo que cocinara, se justificara o no.

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