Pera y su hermanito verdaderamente
deseaban que el tiempo se detuviera, se congelara o al menos se retardara; que
la tía Ana no encontrara la billetera, a
pesar de que sus gordas manos se habían clavado hasta las profundidades de su
bolso blanco para buscarla; o que su abultado vientre impidiera que el volante
se moviera; anhelaban de todo corazón que el auto, en vez de ya tomar
velozmente el Paseo de la Reforma hacia las Lomas de Chapultepec, diera vueltas
incesantes, rodeara infinitamente la glorieta del Angel de la Independencia.
Sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas fantasiosas, quedaron, sin embargo, en
sólo eso: deseos, anhelos, esperanzas….
Uno a uno fueron desfilando ante su
vista los mojones urbanos creados por ellos en su pensamiento para distinguir y
medir un camino tantas veces antes recorrido: la ruta hacia la casa del
filipino. Así, el cine Chapultepec, los leones a la entrada del zoológico, el
Auditorio Nacional, la glorieta de Pemex, el restaurant Las Chalupas, la bella
casona de la embajada argentina, el Dairy Queen, fueron marcando el camino
hacia lo inevitable.
Uno a uno también vieron con
tristeza cómo el auto de Ana dejaba atrás los camiones de pasajeros que
transitaban por todo el Paseo de la Reforma, desde su inicio en la glorieta del
“Caballito” (así llamada popularmente por asentarse en ella una hermosa
escultura ecuestre de Manuel Tolsá), hasta su término en la entrada a la
carretera a Toluca. Camiones estos a donde tantas veces habían subido y que
eran verdadera clasificación social: en los de primera clase, con cómodos asientos
individuales, donde costaba el pasaje treinta centavos, y que eran de color
café con una cenefa azul hacia la mitad de toda su carrocería, viajaban hombres
vestidos de traje, corbata y sombrero de fieltro y mujeres bien retocadas con
trajes o vestidos de calle; y en los de segunda, con duras bancas corridas, donde el boleto
costaba veinte centavos, y que eran verde claro con cenefa blanca, un mar de
sombreros de palma cubría las cabezas de hombres de humildes vestimentas,
mientras que mayormente trenzas y rebozos adornaban testa y tronco de las
mujeres. El ingreso a las Lomas de Chapultepec los niños lo notaron también por
la aparición cada vez más frecuente en las banquetas, de los uniformes azul
claro y rosa pálido, con blancos y almidonados delantales, de las sirvientas,
que así reservaban los de azul marino sólo para las grandes ocasiones.
Veinte minutos después de haber cargado
gasolina, el auto entroncó la Calle Montañas Rocallosas Oriente, bajó por ella
hasta la de Mayorga y detuvo su marcha frente al número 105, en la mera esquina
con la Calle Diego Fernández de Córdoba.
En ese edificio con bay windows, muy
al estilo de San Francisco, California, vivía en el segundo piso, en el
departamento 201, el famoso filipino. Se
llamaba José Mulayo, pero desde siempre todo mundo lo conocía, y lo nombraba,
como el Chino, Joseph o Joe, sobre todo. Joe para acá y Joe para allá. Tenía el
pelo cenizo, frisaba los 65 años, alto y muy delgado, con los ojos rasgados,
pómulos prominentes, fumaba pipa o cigarros Delicados y diario se emborrachaba
con una botella entera de Bacardí, ron con el cual sazonaba cualquier platillo
que cocinara, se justificara o no.
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