Pero el disgusto de Toñito por la
ilusión truncada por los carritos pronto quedó en el olvido al subirse todos al
Studebaker de Castañeda y salir rumbo a Ixtapan de la Sal, donde Diego Gómez de
la Torre, pariente lejano de Esperanza, tenía un hotel, en el que se
hospedarían.
Los búngalos de blancas paredes
encaladas y techos de dos aguas revestidos de tejas rojas, el color y el olor
de las gardenias, el sonido de los grillos y el cielo estrellado por las
noches, o el sol abrasador y las
mariposas de tonalidades distintas revoloteando por las mañanas, suplieron con
creces por una semana la anormalidad y la angustia habituales de Pera y Toñito.
La noche de ese sábado que arribaron
al hotel de Diego Gómez de la Torre resultó inolvidable para Toñito. Jamás en
su cortísima vida había visto otro espectáculo que no fuera el Circo Atayde, al
que religiosamente lo llevaban anualmente desde los cuatro años de edad, por
diciembre o enero, sus tíos Lupe y Carlos Tello. Pero ese sábado en el hotel,
en un pequeño escenario del mismo, vio un
espectáculo musical, un show que lo calaría profundamente. Eran “Los 4
Hermanos Silva”, chilenos que durante más de una hora cantaron y tocaron un
colorido repertorio de música sudamericana. Cuando de su arpa, guitarras y
voces “La Flor de la Canela”, de Chabuca Granda, se desprendió para colmar el
espacio, al niño particularmente le gustó la parte esa de “del puente a la
alameda menudo pie la lleva por la vereda que se estremece al ritmo de sus
caderas”.
Como embobado, tenía la vista fija
en la cantante Olimpia, en sus piernas y brazos blancos, en su blusa bordada,
en su faldón negro, en el ritmo y gracia de una pandereta que parecía juguete
entre sus manos. No perdía detalle de la exquisita narración que Chabuca Granda
engarzó al compás dulce de tan bello vals peruano, pero al mismo tiempo pasaba
revista a las caras de Hugo, René y Julio, y comprobaba una vez y otra vez y
otra vez y otra vez, que en feo se parecían a Olimpia. ¡Pácatelas, sí eran
hermanos!, eso es lo que más le impresionó de todo: no sabía, no conocía, no se
imaginaba que hubiera cuatro, no tres ni dos, sino ¡cuatro!, que al mismo tiempo que eran hermanos, fueran
músicos y cantaran frente a la gente y fueran de Chile, país que no sabía que
existía y nombre del que sólo había sufrido en paladar propio la acepción más
mexicana. ¡Fue toda una experiencia! ¡Inolvidable esa noche!
Por las mañanas de esa semana el
tiempo se iba en la alberca o montando a caballo por las rancherías y veredas
de un Ixtapan de la Sal con sabor de campo mexicano, calcinado por el sol y con
el saludo amable de los lugareños, siempre con la cabeza gacha. Por las tardes,
boliche, pimpón, bádminton, dominó o parchís. A Toñito lo atraía la montada y
su coraje era que un caballerango llevara jalado de una reata a su caballo, que
sus pies no alcanzaran los estribos y que se resbalara de la silla tantito para
la izquierda, tantito para la derecha. Por su mente pasaban en tropel todas las
escenas de las películas de indios y vaqueros que llevaba vistas y sobre la
cabeza de la silla de montar a menudo colocaba ambas manos, para agarrarse lo
mejor posible cuando el animal trotaba
un poco y sentía que sus nalgas rebotaban más de lo debido.
Le encantaba ir viendo el paisaje,
oliendo el sudor del cuaco, oyendo el choque de las herraduras de éste contra
la tierra lisa y sobre todo contra las piedras, y daba así rienda suelta a su
imaginación, pues por obra y gracia del “tío” Diego, al que le caía muy bien,
fue equipado con su sombrero de cowboy, su pantalón de mezclilla largo, su
camisa roja a cuadros y su fornitura vaquera de gran hebilla con pistolas
plateadas y de fulminantes a diestra y siniestra, sin que le faltara una
mascada amarilla de Pera anidada al cuello. Pero había algo que detestaba, que
le daba vergüenza, que le parecía ridículo, una cursilería, un exceso, pues. Se
trataba de los pantalones profesionales de montar de su madre, muy bien
cortados al más puro estilo inglés, con sus reforzamientos de cuero en la
entrepierna, su holgura en los costados de ambos muslos y su angostura,
abotonable, de las rodillas hacia los tobillos para facilitar así la entrada de
las botas de montar, armadas del par de espuelas de bronce con terminal en
punta para acicatear a la cabalgadura, amén del largo fuete que con destreza
Esperanza sabía manipular. De cinco jinetes (Esperanza, Pera, Toñito y dos
caballerangos), sólo la mujer hacía galopar a su montura, separándose cada rato
del grupo, que a lo lejos la divisaba, mientras continuaba con su paso cansino.
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