Por referencias, Esperanza Salas
sabía que sus padres biológicos habían sido muy pobres en Alemania y muy pobres
fallecieron en México, y que su hermana gemela en un orfanatorio murió de
tuberculosis. Su orgullo era platicar que durante su largo exilio en San
Antonio, Texas, ella y el general Videgaray abrieron una tienda de abarrotes,
donde “trabajábamos como negros dieciséis horas al día”. Como prueba de ello
mostraba una pequeña foto de cámara de agua, en la que se apreciaban al frente
del mostrador de la tienda el general, ceñido del típico mandil de los tenderos,
su flaca esposa, igualmente ceñida con mandil de dependiente, y una muy pequeña
Esperanza Videgaray Salas, abrazada a un muslo de su madre. Esta foto también
la sacaba la matriarca para demostrar que ella era la madre de su alcohólica
hija, quien sobria o ebria solía afirmar a gritos que ella era hija de una
prostituta francesa con la que se metió su padre en París.
Por su origen y por la experiencia
de trabajo que vivió en Estados Unidos, Esperanza Salas despreciaba a los
yernos que le tocaron en suerte y apreciaba a Castañeda, de quien opinaba que
era un hombre de trabajo, un hombre forjado por sí mismo, con su esfuerzo.
Pero Armando Castañeda estaba a años
luz de ser eso. En sentido estricto, se rentaba, rentaba su cuerpo entre
algunas mujeres. Era un vividor. Cada semana o al menos cada quince días el
Ford de Esperanza se estacionaba sobre la Avenida Juárez, a unos metros de la
Avenida San Juan de Letrán, del que bajaba la patizamba Alicia (doña Licha,
todos la llamaban), portera de una de las vecindades que Esperanza poseía en la
Calle de Vizcaínas, y se introducía al edificio donde estaba el bufete jurídico
en que trabajaba Castañeda, para entregarle en propia mano un sobre blanco
lleno de dinero, con el recado de que pasara por la noche a Cerrada de Hamburgo
o se viera en determinado lugar y a determinada hora con su querida. Doña Licha
regresaba al auto siempre sin el sobre y con la respuesta, invariablemente
positiva, de Castañeda.
Estos asuntos que hubieran resultado
penosos para cualquiera otra mujer, no lo eran ni para Esperanza que a menudo
andaba con fuego entre las piernas, ni mucho menos para doña Licha, quien amén
de portera, era también matrona del pequeño y disimulado prostíbulo que tenía
en algunos de los cuartos que Esperanza rentaba en Vizcaínas, con lo que ésta se
encontraba muy contenta, pues siempre ponía como ejemplo que “las putitas nunca
me dan problemas, jamás se atrasan con la renta”.
Y Pera, primero, y Toñito, después,
atestiguaban con naturalidad esos viajes al centro para buscar a Castañeda,
sobre el que sólo preguntaban si iba y cuándo a venir. En ocasiones tenía
problemas para arreglar su agenda, pues obviamente daba también servicio a
otras señoras. Pero su cinismo era tal que en ocasiones llegaba con una amplia
sonrisa de oreja a oreja y con regalos para los hijos de Esperanza. Así, un
sábado por la mañana, en el Sanborn’s de la glorieta del Angel de la
Independencia, donde ya lo esperaban Esperanza y los niños para irse todos a
Ixtapan de la Sal, llegó con una muñeca
chillona para Pera y dos carritos de fricción marca “Vide”, para Toñito: un
Ford y un Studebaker. El Ford, pues de esa marca era el auto de su amasia o arrendadora,
y el Studebaker, porque él tenía uno de color azul claro. Y de marca “Vide”,
porque los fabricaba Arnulfo Videgaray, hermano de Esperanza, y la leyenda
publicitaria de las cajas de cartón de los carritos rezaba “Otro Juguete VIDE”.
“El Clavo” estuvo a punto de ir a la cárcel por las deudas en que incurrió,
debido a las devoluciones masivas de sus productos que hacían las jugueterías y
demás tiendas donde los había vendido, pues simplemente no funcionaban, no
caminaban. En pocos minutos Toñito lo comprobó.
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