martes, 25 de diciembre de 2012

Entrega 31



Una mañana de agosto de ese 1952, faltando unos segundos para que sonara el timbre para el recreo en el Colegio Columbia, a Toñito no le pareció que la maestra no le prestara el carrito que quería para irse a jugar al rectángulo de arena donde concentraban a los alumnos de preprimaria, por lo que la empezó a insultar a todo pulmón, gritándole ¡puta, cabrona, pendeja, idiota, estúpida, animal, babosa!, y quién sabe cuántas groserías más, como verdadera ametralladora. El salón de clases de grandes ventanales donde los rayos del sol entraban a plenitud, enmudeció. Se podía oír una mosca volando. La estupefacción llenó los rostros de maestra y alumnos. Estos se paralizaron de plano y aquélla enrojeció y no pudo ocultar dos lágrimas que indecisas resbalaban por sus mejillas. No dijo nada. Tomó a Toñito de una mano y ambos entraron a la temida “Principal’s Office”, o sea, la oficina del director de la escuela, a la que todos los alumnos, desde los más chicos hasta los de último año, temían más que a nada, porque sabían que era la antesala de la expulsión de la escuela.
-¿Quién te enseñó a decir esas groserías?, preguntó el director.
-Mi mamá, contestó el niño.
-¿Y cuándo las dice?,  intrigado volvió a preguntar el director.
-No sé….luego….cuando se emborracha, muy turbado contestó Toñito.
Bajo una cascada de pasajes anteriores que lo aturdían y que caían sobre su cabeza uno tras otro y tras otro, sin sosiego alguno, casi sin dejarlo recobrar el aliento, Toñito, como queriendo detener el tiempo, como queriendo arreglar lo ya irremediable, repasaba el incidente del carrito, cuando la maestra se lo dio a otro niño, cuando lleno de ira cuanta grosería llegó a su mente se la transfirió de inmediato a gritos a su maestra, cuando entraron a la “Principal’s Office”…..cuando…..¡dos semanas antes y también por decir groserías lo habían expulsado del Garside School!, plantel ubicado en la Colonia Juárez, muy cerca del caserón de su abuela. Toñito se quería morir, sentía que se le hundía el piso, se mordía las uñas de los dedos de ambas manos y, compungido, no decía palabra alguna y mucho menos levantaba la mirada del piso.
Quién sabe cuánto tiempo pasó encerrado en la oficina del director, arrinconado en la esquina más alejada de su imponente escritorio, donde el funcionario cuchicheaba en inglés con tres profesores que volteaban a verlo a hurtadillas, y donde había fotos de una mujer rubia y dos pecosos, niño y niña, un vaso de cuero con lápices y bicolores, un teléfono y dos papeleras metálicas, hasta que por fin se abrió la puerta y súbitamente sintió sobre sí una mirada de rayo, espeluznante: era su madre, Esperanza Videgaray.
Los docentes salieron. También en inglés, con voces apenas perceptibles, por lo que Toñito no entendió nada, pero adivinó todo, hablaron durante algunos minutos el pelón director y la ni atribulada ni enardecida progenitora. Al poco rato ingresó la maestra de Toñito con una carpeta que contenía algunos dibujos suyos. Tras despedirse de mano de ambos, Esperanza llamó a su hijo y así salieron del Colegio Columbia hacia el Ford que estaba estacionado cerca de la entrada principal.
Tanto el Columbia como el Americano estaban edificados sobre amplísimos y enjardinados terrenos contiguos. El Americano arriba de una loma y hacia abajo el Columbia. A su alrededor no había nada. Sólo puros solares baldíos. Esperanza nada dijo a su hijo, sólo encaminó el auto hacia  el American School. Toñito recuperó la respiración.

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