Una mañana de agosto de ese 1952,
faltando unos segundos para que sonara el timbre para el recreo en el Colegio
Columbia, a Toñito no le pareció que la maestra no le prestara el carrito que
quería para irse a jugar al rectángulo de arena donde concentraban a los
alumnos de preprimaria, por lo que la empezó a insultar a todo pulmón,
gritándole ¡puta, cabrona, pendeja, idiota, estúpida, animal, babosa!, y quién
sabe cuántas groserías más, como verdadera ametralladora. El salón de clases de
grandes ventanales donde los rayos del sol entraban a plenitud, enmudeció. Se
podía oír una mosca volando. La estupefacción llenó los rostros de maestra y
alumnos. Estos se paralizaron de plano y aquélla enrojeció y no pudo ocultar
dos lágrimas que indecisas resbalaban por sus mejillas. No dijo nada. Tomó a
Toñito de una mano y ambos entraron a la temida “Principal’s Office”, o sea, la
oficina del director de la escuela, a la que todos los alumnos, desde los más
chicos hasta los de último año, temían más que a nada, porque sabían que era la
antesala de la expulsión de la escuela.
-¿Quién te enseñó a decir esas
groserías?, preguntó el director.
-Mi mamá, contestó el niño.
-¿Y cuándo las dice?, intrigado volvió a preguntar el director.
-No sé….luego….cuando se emborracha,
muy turbado contestó Toñito.
Bajo una cascada de pasajes
anteriores que lo aturdían y que caían sobre su cabeza uno tras otro y tras
otro, sin sosiego alguno, casi sin dejarlo recobrar el aliento, Toñito, como
queriendo detener el tiempo, como queriendo arreglar lo ya irremediable,
repasaba el incidente del carrito, cuando la maestra se lo dio a otro niño,
cuando lleno de ira cuanta grosería llegó a su mente se la transfirió de
inmediato a gritos a su maestra, cuando entraron a la “Principal’s Office”…..cuando…..¡dos
semanas antes y también por decir groserías lo habían expulsado del Garside
School!, plantel ubicado en la Colonia Juárez, muy cerca del caserón de su
abuela. Toñito se quería morir, sentía que se le hundía el piso, se mordía las
uñas de los dedos de ambas manos y, compungido, no decía palabra alguna y mucho
menos levantaba la mirada del piso.
Quién sabe cuánto tiempo pasó
encerrado en la oficina del director, arrinconado en la esquina más alejada de
su imponente escritorio, donde el funcionario cuchicheaba en inglés con tres
profesores que volteaban a verlo a hurtadillas, y donde había fotos de una
mujer rubia y dos pecosos, niño y niña, un vaso de cuero con lápices y
bicolores, un teléfono y dos papeleras metálicas, hasta que por fin se abrió la
puerta y súbitamente sintió sobre sí una mirada de rayo, espeluznante: era su
madre, Esperanza Videgaray.
Los docentes salieron. También en
inglés, con voces apenas perceptibles, por lo que Toñito no entendió nada, pero
adivinó todo, hablaron durante algunos minutos el pelón director y la ni
atribulada ni enardecida progenitora. Al poco rato ingresó la maestra de Toñito
con una carpeta que contenía algunos dibujos suyos. Tras despedirse de mano de
ambos, Esperanza llamó a su hijo y así salieron del Colegio Columbia hacia el
Ford que estaba estacionado cerca de la entrada principal.
Tanto el Columbia como el Americano
estaban edificados sobre amplísimos y enjardinados terrenos contiguos. El
Americano arriba de una loma y hacia abajo el Columbia. A su alrededor no había
nada. Sólo puros solares baldíos. Esperanza nada dijo a su hijo, sólo encaminó
el auto hacia el American School. Toñito
recuperó la respiración.
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