miércoles, 26 de diciembre de 2012

Entrega 32




El Colegio Americano se imponía desde luego al Columbia. Era mucho más grande, con más maestros y alumnos, con mayor extensión de terreno y mejores instalaciones para la práctica del deporte, particularmente el atletismo y el futbol americano, por obviedad. Era administrado por la American School Foundation y la matrícula de niños y jóvenes hijos de yanquis radicados en la Ciudad de México por diversos motivos era más que abundante. Ahí los estudiantes mexicanos se agringaban de inmediato y, de hecho, todo su ambiente hacía sentirse en los Estados Unidos y no en México. Era exactamente lo que Esperanza había deseado para su pequeño y por ello ni armó un escándalo ni le dijo nada al niño tras su expulsión del Columbia, que era un plantel un poquito menos agringado.
Tras inscribirlo en el Americano y de inmediato comprarle todo su equipo escolar, mandó localizar a Pera y los tres se regresaron en el  “Fotingo” a Cerrada de Hamburgo. La que devino para Esperanza en agradable experiencia, en lugar de lamentable o vergonzosa, le mereció la respectiva espirituosa celebración “de buró” en su casa, y al siguiente día la formal en casa del Chino Joe y Rosita, a donde se agregó Eduardo del Trigal Condé, “Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad”, como él solía autoproclamarse, sobrio o ebrio. Eduardo pertenecía a una de las familias de más prosapia y abolengo de México y era un bueno para nada, pero eso sí, muy guapo y muy elegante. Parecía artista de cine.
Viuda muy joven su madre multimillonaria, mandó a Eduardo a estudiar a los Estados Unidos, donde se graduó de nada y adquirió un tremendo alcoholismo. Pasados los años, su madre murió y les heredó a sus tres hermanos y a él su cuantiosa fortuna. Por haber sido el primogénito y además el favorito de la señora, Eduardo resultó más beneficiado que sus hermanos, incomparablemente más beneficiado. Se casó de menos de veinticinco años y le dio una vida de martirio a su mujer, Lorena, a la que golpeaba siempre que se emborrachaba, que era un día sí y otro también.
Pero no sólo el alcohol y el tabaquismo, la buena ropa, las joyas suntuosas y los autos deportivos eran su pasión, sino también lo fueron las mujeres, desde cortesanas hasta, esa sí, una condesa rumana. Su disipada vida le produjo varias enfermedades venéreas, entre ellas una terrible sífilis que verdaderamente lo enloqueció, llegando un día a golpear tan salvajemente a Lorena, que estuvo a punto de causarle la muerte, a pesar de que ya habían procreada a dos bellísimas niñas: Amalia y Amelia.
Por esa última golpiza, los hermanos decidieron de plano secuestrarlo y llevárselo al afamado Centro Médico de la Universidad de Rochester, y allí algunos de los mejores neurocirujanos estadounidenses le practicaron una lobotomía, que literalmente lo dejó como un corderito. Jamás volvió a levantar un dedo contra nadie, pero bastante turulato quedó de sus facultades mentales. Era capaz de sostener una conversación, no tenía problemas locomotrices, articulaba muy bien las palabras, pero al poco rato la gente se daba cuenta de que se trataba de un loco pacífico. A nadie hacía daño, pero estaba loco de remate, por lo  que decía y a veces cometía. Precisamente en la casa de Joseph Mulayo un día se “hizo” y comió enterito un emparedado de Nescafé: sacó de la bolsa dos rebanadas de pan Bimbo, les puso cuatro cucharadas soperas de Nescafé, y así se comió su sándwich. En otra ocasión, esa vez en Cerrada de Hamburgo, se “preparó” una malteada de leche con mostaza. Se bebió hasta la última gota.
Como era de esperarse, su fortuna la dilapidó rápidamente entre vino y mujeres y acabó viviendo de la caridad y ayuda de sus hermanos, quienes a pesar de todo lo querían muchísimo. No así Lorena, la que se divorció de él, se quedó con la patria potestad sobre las niñas, para casarse al poco tiempo con un  rico empresario teatral peruano, Manuel Paraques, que quiso como si fueran en verdad hijas suyas, a Amalia y Amelia.
El ingreso de Toñito al Colegio Americano lo celebraron como Dios manda Esperanza, Joe, Rosita y Eduardo. Se despacharon dos o tres botellas de Bacardí y estuvieron ensalzando el sistema educativo gringo, también según ellos la cultura gringa o lo que pudiera entenderse por tal concepto, y se aventaron la puntada de cantar una vez el himno de ese país y hasta el de su Infantería de Marina. No pasó a mayores esa lúdica reunión de etílicos acomplejados, ya en plena era macartista.

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