El Colegio Americano se imponía
desde luego al Columbia. Era mucho más grande, con más maestros y alumnos, con
mayor extensión de terreno y mejores instalaciones para la práctica del
deporte, particularmente el atletismo y el futbol americano, por obviedad. Era
administrado por la American School Foundation y la matrícula de niños y
jóvenes hijos de yanquis radicados en la Ciudad de México por diversos motivos
era más que abundante. Ahí los estudiantes mexicanos se agringaban de inmediato
y, de hecho, todo su ambiente hacía sentirse en los Estados Unidos y no en
México. Era exactamente lo que Esperanza había deseado para su pequeño y por
ello ni armó un escándalo ni le dijo nada al niño tras su expulsión del
Columbia, que era un plantel un poquito menos agringado.
Tras inscribirlo en el Americano y
de inmediato comprarle todo su equipo escolar, mandó localizar a Pera y los
tres se regresaron en el “Fotingo” a
Cerrada de Hamburgo. La que devino para Esperanza en agradable experiencia, en
lugar de lamentable o vergonzosa, le mereció la respectiva espirituosa
celebración “de buró” en su casa, y al siguiente día la formal en casa del
Chino Joe y Rosita, a donde se agregó Eduardo del Trigal Condé, “Conde de la
Gracia y Duque de la Obscuridad”, como él solía autoproclamarse, sobrio o
ebrio. Eduardo pertenecía a una de las familias de más prosapia y abolengo de
México y era un bueno para nada, pero eso sí, muy guapo y muy elegante. Parecía
artista de cine.
Viuda muy joven su madre
multimillonaria, mandó a Eduardo a estudiar a los Estados Unidos, donde se
graduó de nada y adquirió un tremendo alcoholismo. Pasados los años, su madre
murió y les heredó a sus tres hermanos y a él su cuantiosa fortuna. Por haber
sido el primogénito y además el favorito de la señora, Eduardo resultó más
beneficiado que sus hermanos, incomparablemente más beneficiado. Se casó de
menos de veinticinco años y le dio una vida de martirio a su mujer, Lorena, a
la que golpeaba siempre que se emborrachaba, que era un día sí y otro también.
Pero no sólo el alcohol y el
tabaquismo, la buena ropa, las joyas suntuosas y los autos deportivos eran su
pasión, sino también lo fueron las mujeres, desde cortesanas hasta, esa sí, una
condesa rumana. Su disipada vida le produjo varias enfermedades venéreas, entre
ellas una terrible sífilis que verdaderamente lo enloqueció, llegando un día a
golpear tan salvajemente a Lorena, que estuvo a punto de causarle la muerte, a
pesar de que ya habían procreada a dos bellísimas niñas: Amalia y Amelia.
Por esa última golpiza, los hermanos
decidieron de plano secuestrarlo y llevárselo al afamado Centro Médico de la
Universidad de Rochester, y allí algunos de los mejores neurocirujanos
estadounidenses le practicaron una lobotomía, que literalmente lo dejó como un
corderito. Jamás volvió a levantar un dedo contra nadie, pero bastante turulato
quedó de sus facultades mentales. Era capaz de sostener una conversación, no
tenía problemas locomotrices, articulaba muy bien las palabras, pero al poco
rato la gente se daba cuenta de que se trataba de un loco pacífico. A nadie
hacía daño, pero estaba loco de remate, por lo
que decía y a veces cometía. Precisamente en la casa de Joseph Mulayo un
día se “hizo” y comió enterito un emparedado de Nescafé: sacó de la bolsa dos
rebanadas de pan Bimbo, les puso cuatro cucharadas soperas de Nescafé, y así se
comió su sándwich. En otra ocasión, esa vez en Cerrada de Hamburgo, se
“preparó” una malteada de leche con mostaza. Se bebió hasta la última gota.
Como era de esperarse, su fortuna la
dilapidó rápidamente entre vino y mujeres y acabó viviendo de la caridad y
ayuda de sus hermanos, quienes a pesar de todo lo querían muchísimo. No así
Lorena, la que se divorció de él, se quedó con la patria potestad sobre las
niñas, para casarse al poco tiempo con un
rico empresario teatral peruano, Manuel Paraques, que quiso como si
fueran en verdad hijas suyas, a Amalia y Amelia.
El ingreso de Toñito al Colegio
Americano lo celebraron como Dios manda Esperanza, Joe, Rosita y Eduardo. Se
despacharon dos o tres botellas de Bacardí y estuvieron ensalzando el sistema
educativo gringo, también según ellos la cultura gringa o lo que pudiera
entenderse por tal concepto, y se aventaron la puntada de cantar una vez el
himno de ese país y hasta el de su Infantería de Marina. No pasó a mayores esa
lúdica reunión de etílicos acomplejados, ya en plena era macartista.
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