sábado, 12 de enero de 2013

Entrega 46



De pronto, una gran nariz se dejó ver, Nils Paulsen apareció en la cocina con su vaso de ginebra en la diestra y una amplia sonrisa. Jaló una silla y se sentó con Pera y Toñito, con todo el ánimo de iniciar una conversación. Decía que le encantaban los niños y los jóvenes y en sí la vida familiar. De los borrachines que eran padres de familia, sólo Nils daba muestras de amar y preocuparse por sus hijos. Ya sesentón, tenía dos hijos veinteañeros, Erik y Sven, sobre quienes siempre  hablaba,  a la vez que contaba, según el caso, los meses, semanas o días que faltaban para que llegaran a México para pasar las vacaciones con él. Ambos jóvenes trabajaban en Malmoe, Suecia, y sólo anualmente visitaban a su padre.
Divorciado de su mujer quince años atrás, poseedor de una inmensa fortuna que le permitía vivir muy bien sin trabajar, Nils Paulsen conocía literalmente los cuatro rincones de la tierra. Apenas salido de una escuela técnica donde se formó como oceanógrafo, Paulsen combinó trabajo y aventura y después de muchos años y muchas millas náuticas navegadas,  recaló en el puerto de Ensenada y se enamoró de México, su comida, costumbres, cultura, gente. De Ensenada a Mérida recorrió todo el país hasta establecerse en la capital de la república, concretamente en la esquina formada por la Calle de Florencia y el Paseo de la Reforma, en la Colonia Juárez. Rentaba un departamento ubicado en un edificio de arquitectura afrancesada, decorado con el máximo de los lujos y en el más típico estilo europeo. Todo el piso era de parqué y finas maderas revestían sus muros. Su estudio era una réplica bien lograda del  camarote de un capitán de la marina de guerra sueca.
Pero Nils no podía ocultar su tristeza. A leguas se notaba que era un hombre con una gran pesadumbre interna. Además, era el reflexivo, el “filósofo” del grupo.
-Miren niños –les dijo a Pera y Toñito-, no se preocupen, aquí les regalo diez pesos a cada uno, pero no digan nada de esto a nadie. Es nuestro secreto, ¿eh? Pero tampoco vuelvan a abusar del Chino, es un tonto y anda muy borracho.
-¡Gracias Nils!, respondieron felices al mismo tiempo los dos chiquillos y casi le arrebataron de la mano cuatro billetes de cinco pesos.
Las horas transcurrieron y unos de plano se quedaron tirados, ya durmiendo “la mona”, en los dos sofás: Joe Mulayo y Rosita en el de la sala, y Herta, Medrano y Arni, bien compactados, en el que se localizaba a la derecha de la entrada del departamento. Naturalmente, Marge y su esposo acabaron en el lecho matrimonial. Rupert y Diana Young abordaron un taxi afuera del edificio, y el Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad, gorrón por naturaleza y en insolvencia económica permanente, se le pegó obviamente a Nils Paulsen para seguir la borrachera en la casa de éste.
Tras depositar otra cantidad generosa de vómito junto a su Fotingo, además de la que anteriormente había expulsado en el baño de los Dunkley, Esperanza Videgaray sacó de su bolsa las llaves del auto y a duras penas abrió primero la puerta del lado del conductor, luego se introdujo al mismo, para enseguida alzar el tapón de la puerta del lado del copiloto y a ordinariez y media les ordenó subir:
-¡Cabrones hijos de puta, métanse al pinche carro, pendejos! ¡No se queden ahí como pendejos, pinches güeyes! ¡Tú, pendeja!, ¿quieres que un cabrón venga y te meta la verga? ¡Cabezón!, ¿subes o te rompo la madre?
Muy espantados, llorando, suplicando en sus adentros que alguien se apiadara de ellos y concurriera en su auxilio, los hermanitos se treparon de inmediato al asiento delantero del Ford. Como Dios le dio a entender, Esperanza volteó la llave del motor, apachurró el botón de la ignición, quitó el freno de mano y metió en primera velocidad tremebundo acelerón al automóvil, que arrancó fuerte, para bruscamente pararse unos dos o tres metros adelante. Sacada de sus casillas por la súbita detención del auto y el consecuente golpe que se dio en la cabeza al chocar contra el parabrisas como resultado de la inercia, la mujer arremetió a trancazos contra sus hijos, quienes no sabían si sentarse  de nuevo en alguna parte del ancho asiento corrido, o de plano quedarse en el piso, a donde habían ido a dar instantáneamente, también por efecto de la inercia. De todas maneras cachetadas con las manos abiertas e impactos con los puños cerrados, la madre no cesaba de propinarles a los dos menores. Estos, con sus manos y brazos sobre sus cabecitas, capeaban el temporal lo mejor que podían, aunque realmente podían muy poco.

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