De pronto, una gran nariz se dejó ver, Nils Paulsen
apareció en la cocina con su vaso de ginebra en la diestra y una amplia sonrisa.
Jaló una silla y se sentó con Pera y Toñito, con todo el ánimo de iniciar una
conversación. Decía que le encantaban los niños y los jóvenes y en sí la vida
familiar. De los borrachines que eran padres de familia, sólo Nils daba
muestras de amar y preocuparse por sus hijos. Ya sesentón, tenía dos hijos
veinteañeros, Erik y Sven, sobre quienes siempre hablaba,
a la vez que contaba, según el caso, los meses, semanas o días que
faltaban para que llegaran a México para pasar las vacaciones con él. Ambos
jóvenes trabajaban en Malmoe, Suecia, y sólo anualmente visitaban a su padre.
Divorciado de su mujer quince años atrás, poseedor de una
inmensa fortuna que le permitía vivir muy bien sin trabajar, Nils Paulsen
conocía literalmente los cuatro rincones de la tierra. Apenas salido de una
escuela técnica donde se formó como oceanógrafo, Paulsen combinó trabajo y
aventura y después de muchos años y muchas millas náuticas navegadas, recaló en el puerto de Ensenada y se enamoró
de México, su comida, costumbres, cultura, gente. De Ensenada a Mérida recorrió
todo el país hasta establecerse en la capital de la república, concretamente en
la esquina formada por la Calle de Florencia y el Paseo de la Reforma, en la
Colonia Juárez. Rentaba un departamento ubicado en un edificio de arquitectura
afrancesada, decorado con el máximo de los lujos y en el más típico estilo
europeo. Todo el piso era de parqué y finas maderas revestían sus muros. Su
estudio era una réplica bien lograda del
camarote de un capitán de la marina de guerra sueca.
Pero Nils no podía ocultar su tristeza. A leguas se
notaba que era un hombre con una gran pesadumbre interna. Además, era el
reflexivo, el “filósofo” del grupo.
-Miren niños –les dijo a Pera y Toñito-, no se preocupen,
aquí les regalo diez pesos a cada uno, pero no digan nada de esto a nadie. Es
nuestro secreto, ¿eh? Pero tampoco vuelvan a abusar del Chino, es un tonto y
anda muy borracho.
-¡Gracias Nils!, respondieron felices al mismo tiempo los
dos chiquillos y casi le arrebataron de la mano cuatro billetes de cinco pesos.
Las horas transcurrieron y unos de plano se quedaron
tirados, ya durmiendo “la mona”, en los dos sofás: Joe Mulayo y Rosita en el de
la sala, y Herta, Medrano y Arni, bien compactados, en el que se localizaba a
la derecha de la entrada del departamento. Naturalmente, Marge y su esposo
acabaron en el lecho matrimonial. Rupert y Diana Young abordaron un taxi afuera
del edificio, y el Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad, gorrón por
naturaleza y en insolvencia económica permanente, se le pegó obviamente a Nils
Paulsen para seguir la borrachera en la casa de éste.
Tras depositar otra cantidad generosa de vómito junto a
su Fotingo, además de la que anteriormente había expulsado en el baño de los
Dunkley, Esperanza Videgaray sacó de su bolsa las llaves del auto y a duras
penas abrió primero la puerta del lado del conductor, luego se introdujo al mismo,
para enseguida alzar el tapón de la puerta del lado del copiloto y a ordinariez
y media les ordenó subir:
-¡Cabrones hijos de puta, métanse al pinche carro,
pendejos! ¡No se queden ahí como pendejos, pinches güeyes! ¡Tú, pendeja!,
¿quieres que un cabrón venga y te meta la verga? ¡Cabezón!, ¿subes o te rompo
la madre?
Muy espantados, llorando, suplicando en sus adentros que
alguien se apiadara de ellos y concurriera en su auxilio, los hermanitos se
treparon de inmediato al asiento delantero del Ford. Como Dios le dio a entender,
Esperanza volteó la llave del motor, apachurró el botón de la ignición, quitó
el freno de mano y metió en primera velocidad tremebundo acelerón al automóvil,
que arrancó fuerte, para bruscamente pararse unos dos o tres metros adelante.
Sacada de sus casillas por la súbita detención del auto y el consecuente golpe
que se dio en la cabeza al chocar contra el parabrisas como resultado de la
inercia, la mujer arremetió a trancazos contra sus hijos, quienes no sabían si
sentarse de nuevo en alguna parte del
ancho asiento corrido, o de plano quedarse en el piso, a donde habían ido a dar
instantáneamente, también por efecto de la inercia. De todas maneras cachetadas
con las manos abiertas e impactos con los puños cerrados, la madre no cesaba de
propinarles a los dos menores. Estos, con sus manos y brazos sobre sus
cabecitas, capeaban el temporal lo mejor que podían, aunque realmente podían
muy poco.
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