A la distancia, cómodamente sentada en el sofá de la
sala, con Arni recostado sobre sus piernas, Herta no mostraba el mínimo interés
por levantarse, igual que el finés, sorbiendo ambos con ritmo acompasado sus
respectivas ginebras. Y parado frente a ellos, ya con los mocos escurriéndole
de las narices, Mulayo iniciaba la cantaleta de siempre: “¿saben cabrones hijos
de puta?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph….¿si
entendieron hijos de la chingada?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y
cuarto Joseph…….a mí, la verga, ¿cuánto quieres, pendeja?.....¿un millón, dos
millones, diez millones, cien millones….?, lo que quieras hija de la chingada,
hija de tu putísima madre…..”, vociferaba el picardiento filipino, mientras su
mano derecha se metía en las profundidades de la bolsa derecha de su pantalón
gris rata y hurgaba y hurgaba hasta sacar dos o tres arrugados billetes rojos
de a peso, que primero apretujaba y acto seguido tiraba al piso.
Con un ojo al gato y otro al garabato, los niños escondieron
sus platos de cartoncillo atiborrados de quesadillas y sus vasos con refresco
debajo de una silla de la cocina, bien arrinconada para que ningún dipsómano tropezara
con ella. En seguida, con todo sigilo se dirigieron a donde estaban Herta, Arni
y el Chino Joe, y en rápido movimiento recogieron y se guardaron los billetes
rojos aventados al suelo. Como Joe Mulayo siguiera con su variedad de arrojar
billetes de diferentes denominaciones frente a Herta, quien ni siquiera tenía
plena conciencia de lo que sucedía frente a sus narices, los niños se
embolsaron también seis billetes azules de cinco pesos cada uno. En eso
continuaban, cuando Rosita se le fue encima a manotazos al pobre Joe, que
verdaderamente no sentía lo duro, sino lo tupido.
-¡Aaayy!, ¡aaayy!, ¡yaaa!, ¡yaaa!, gritaba el filipino,
encorvándose y llevándose ambas manos a la cara y a la cabeza, para cubrirse de
los golpes de Rosita que parecía verdadera ametralladora con diestra y
siniestra.
-¿Cuándo entenderás borracho asqueroso que el dinero no
se tira?, ¿No te bastó con dilapidar mi fortuna y llevarnos a la
ruina?.....¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿hasta dónde voy a caer con este
desgraciado?, se preguntaba Rosita, alzando su par de ojos azules, que todavía
guardaban rastros de belleza a pesar de sus más de sesenta años y los cristales
de fondo de botella de sus anteojos, que sugerían una pasada operación de
cataratas.
Sin mediar palabra alguna y como si se hubieran puesto de
acuerdo de antemano, Pera y Toñito devolvieron peso tras peso a la anciana
también alcoholizada, la que tomó todos los billetes, los enrolló y se los
guardó en la copa derecha de su sostén. Aparentemente nadie se percató del
incidente y a nadie llamó la atención los gritos y golpes de Rosita a su
marido, pues no había reunión o borrachera en que Rosita, ya tomada, no le
sacara en cara al Chino Joe lo desgraciada que la había hecho y cómo había
tirado por la borda su antigua riqueza. Borrachera sin esa escena, no era
borrachera.
Compungidos, con terrible cargo de conciencia, pero
sintiéndose igualmente afortunados de que la cosa no hubiera pasado a mayores,
de que Esperanza, su madre, no los hubiera pillado en pleno asalto en
despoblado, los niños se regresaron a la cocina, sacaron debajo de la silla arrinconada sus platos con
quesadillas y sus vasos con refresco y en la pequeña mesita de madera que
estaba a un lado de la estufa y que
hacía las funciones de “desayunador”, las empezaron a saborear en santa paz.
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