viernes, 11 de enero de 2013

Entrega 45



A la distancia, cómodamente sentada en el sofá de la sala, con Arni recostado sobre sus piernas, Herta no mostraba el mínimo interés por levantarse, igual que el finés, sorbiendo ambos con ritmo acompasado sus respectivas ginebras. Y parado frente a ellos, ya con los mocos escurriéndole de las narices, Mulayo iniciaba la cantaleta de siempre: “¿saben cabrones hijos de puta?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph….¿si entendieron hijos de la chingada?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph…….a mí, la verga, ¿cuánto quieres, pendeja?.....¿un millón, dos millones, diez millones, cien millones….?, lo que quieras hija de la chingada, hija de tu putísima madre…..”, vociferaba el picardiento filipino, mientras su mano derecha se metía en las profundidades de la bolsa derecha de su pantalón gris rata y hurgaba y hurgaba hasta sacar dos o tres arrugados billetes rojos de a peso, que primero apretujaba y acto seguido tiraba al piso.
Con un ojo al gato y otro al garabato, los niños escondieron sus platos de cartoncillo atiborrados de quesadillas y sus vasos con refresco debajo de una silla de la cocina, bien arrinconada para que ningún dipsómano tropezara con ella. En seguida, con todo sigilo se dirigieron a donde estaban Herta, Arni y el Chino Joe, y en rápido movimiento recogieron y se guardaron los billetes rojos aventados al suelo. Como Joe Mulayo siguiera con su variedad de arrojar billetes de diferentes denominaciones frente a Herta, quien ni siquiera tenía plena conciencia de lo que sucedía frente a sus narices, los niños se embolsaron también seis billetes azules de cinco pesos cada uno. En eso continuaban, cuando Rosita se le fue encima a manotazos al pobre Joe, que verdaderamente no sentía lo duro, sino lo tupido.
-¡Aaayy!, ¡aaayy!, ¡yaaa!, ¡yaaa!, gritaba el filipino, encorvándose y llevándose ambas manos a la cara y a la cabeza, para cubrirse de los golpes de Rosita que parecía verdadera ametralladora con diestra y siniestra.
-¿Cuándo entenderás borracho asqueroso que el dinero no se tira?, ¿No te bastó con dilapidar mi fortuna y llevarnos a la ruina?.....¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿hasta dónde voy a caer con este desgraciado?, se preguntaba Rosita, alzando su par de ojos azules, que todavía guardaban rastros de belleza a pesar de sus más de sesenta años y los cristales de fondo de botella de sus anteojos, que sugerían una pasada operación de cataratas.
Sin mediar palabra alguna y como si se hubieran puesto de acuerdo de antemano, Pera y Toñito devolvieron peso tras peso a la anciana también alcoholizada, la que tomó todos los billetes, los enrolló y se los guardó en la copa derecha de su sostén. Aparentemente nadie se percató del incidente y a nadie llamó la atención los gritos y golpes de Rosita a su marido, pues no había reunión o borrachera en que Rosita, ya tomada, no le sacara en cara al Chino Joe lo desgraciada que la había hecho y cómo había tirado por la borda su antigua riqueza. Borrachera sin esa escena, no era borrachera.
Compungidos, con terrible cargo de conciencia, pero sintiéndose igualmente afortunados de que la cosa no hubiera pasado a mayores, de que Esperanza, su madre, no los hubiera pillado en pleno asalto en despoblado, los niños se regresaron a la cocina, sacaron  debajo de la silla arrinconada sus platos con quesadillas y sus vasos con refresco y en la pequeña mesita de madera que estaba a un lado de la estufa  y que hacía las funciones de “desayunador”, las empezaron a saborear en santa paz.

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