Absortos en la patética escena, titiritando de miedo, sin
saber qué hacer, enmudecidos por voluntad propia, pues ambos niños pensaron que
Castañeda los golpearía como a su madre si gritaban o chillaban, de pronto
brincaron de susto cuando por los hombros fueron simultánea y violentamente
jalados hacia atrás…..Sin abandonar su terror, voltearon y vieron que era
Jerónima, quien a medio vestir había salido de su cuartito en la azotea. Totalmente
despabilada, con la mente lúcida, les gritó ¡vámonos niños! y casi los hizo
rodar escaleras abajo, hacia la puerta de la calle. Ahí, hecha un manojo de nervios y con las manos
temblándole, buscaba la hendidura de la cerradura de la puerta. Ya en verdadero
estado de locura, Pera y Toñito le suplicaban ¡apúrate, por favorcito, apúrate!
Sentían, estaban ciertos, que en cualquier instante
Castañeda bajaría corriendo por las escaleras y los agarraría a trancazos, si
no es que también los mataba. Lo mismo pensaba y sentía la pobre Jerónima,
quien para sí se juraba una y otra vez que en una hora tomaría el camión para
su pueblo, ¡al diablo con el dinero!
Arriba en la recámara de Esperanza los gritos de auxilio,
los ayes de dolor y los golpes se escuchaban ininterrumpidamente, enmarcados en
las mentadas de madre y diversidad de
insultos de un Castañeda enardecido:
-¡Puta gorda, hija de tu rechingada madre!; ¡maldita
puta, a ver si mañana te puedes sentar sobre tu pinchurriento culo!; ¡hija de
puta!; ¿te pensaste muy lista y que aquí tenías a tu pendejo?, ¡pues mira,
cabrona, cómo te estoy rompiendo toda tu putísima madre!
Jerónima le atinó finalmente a la hendidura de la chapa,
introdujo la llave, la giró y abrió la puerta. Los tres salieron despavoridos
como almas que lleva el diablo. Ya
afuera, se dieron cuenta que estaban encendidas las luces de dos o tres casas
localizadas frente a la de Esperanza, así como las luces de la casa contigua,
es decir, la segunda del fondo, del lado izquierdo de la Cerrada de Hamburgo.
De esta, precisamente, salió el jefe de familia, mientras su esposa y un
jovencito hijo de ambos lo observaban desde una ventana del segundo piso. En
muchas de las casas había hombres y mujeres, naturalmente en ropa de dormir,
pues eran como las cuatro de la mañana, que habían abierto las ventanas para
asomarse y tratar de averiguar qué estaba pasando, pues en el silencio de la
madrugada los ruidos del escándalo arreciaban y se expandían con absoluta
fidelidad y facilidad.
-¡Métanse rápido, aquí estarán bien, aquí nada les va a
pasar, ya viene una patrulla en camino!, les dijo el vecino, franqueándoles la
entrada a su domicilio, muy apresuradamente, a Jerónima y los pobres niños.
-¡Ay, señor, qué pena, diosito se lo pague, muchas,
muchas gracias!, le contestó Jerónima, quien igual que los dos infantes no
podía levantar la cara por la vergüenza inmensa que la invadía. Cuatro o cinco
minutos después arribó al grupo la esposa del buen hombre, con las dos amplias
bolsas de su bata llenas de bolillos, que iba sacando uno a uno, partiéndolos
por la mitad, arrancándoles el migajón para ofrecérselos:
-Tómenlo, sin pena, cómanselo, ándenle, es bueno para el
disgusto, es lo mejor para el susto. Tras ello, le ordenó a su hijo, quien se
había escondido tras una puerta, ya que estaba muerto de curiosidad por
enterarse del chisme, que se fuera de inmediato a acostar. Una vez que el
jovencito obedeció a su madre, ésta delicadamente apartó a Pera y a Toñito,
conduciéndolos a un sillón de la sala, donde con toda dulzura les pidió se
sentaran y se acabaran todo el migajón que les había dado. Hecho esto, regresó
a donde había dejado a Jerónima, para
decirle de la manera más descarnada, pero con toda la razón del mundo:
-Mira muchacha, nosotros no queremos problemas, sabemos
que tu patrona es una persona muy ordinaria y muy rara, así que en cuanto
llegue la policía, a la que ya llamamos, por lo que ya no ha de tardar, por
favor te sales con los niños.
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