jueves, 24 de enero de 2013

Entrega 58



El primer sábado después de que regresó de Los Angeles, Esperanza muy temprano se fue a ver, acompañada de Pera y Toñito, a Gloria Cuevas, la que habitaba una pequeña y agradable casita, junto con sus  hijos Gloria, Cecilia y  Antonio Bernal Cuevas, en la Colonia Cuauhtémoc, en la esquina de Río Pánuco y Río Danubio. Allí también había quedado muy formalmente de ir  Blanca García Travesí, ya que resultaba imperativo que sus dos mejores amigas supieran en qué había acabado finalmente su reencuentro con  Toño.
Las dos lo conocían desde algunos años atrás, pues ambas fueron damas de honor en el casamiento de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba en 1940, e inclusive aparecían en una enorme pintura al óleo, que tenía como escenario los jardines del exclusivo Country Club de Tlalpan, donde Esperanza Salas ofreció el banquete de bodas para su hija y su yerno, en el que echó la casa por la ventana. Le encantaba la simulación y presumir su riqueza en los grandes eventos sociales. Los Videgaray Salas gozaban con mostrar a diestra y siniestra el poder del dinero.
En esa pintura al óleo, que colgaba en la sala de Cerrada de Hamburgo, se veía la novia pegada a un árbol y ambos (el árbol y Esperanza Videgaray) en medio de cinco damas del lado derecho y otras cinco del lado izquierdo. El árbol, que según los derroteros etílicos de Esperanza aparecía o desaparecía desde una semana hasta seis meses, no era otro que Antonio Ruiloba. La borracha era muy buena pintora, y según su humor quitaba o ponía a Ruiloba en ese cuadro que les había regalado, tras su boda, quien sabe quién. No sólo el lienzo, sino la sala igualmente, apestaban a distancia a aguarrás, pues un día sí y otro también el árbol o Toño Ruiloba eran borrados con ese aceite de penetrante olor.
-¡Pásale manita, métanse ya, pero píquenle, está a punto de llegar Jorge Negrete!, les dijo Gloria, muy nerviosa, a su amiga y los dos niños.
-¡¿Jorge Negrete?!, estupefacta le preguntó Esperanza.
-¡Sí, carajo, Jorge Negrete!, pero ya quita esa cara de pendeja, le gritó otra vez Gloria.
Pera y Toñito no aguantaban la emoción y mutuamente se agarraban las manos, ¡no lo podían creer!, en tanto su madre, sin poder aplacar su ansiedad se sentó en el primer sillón que encontró en la sala y a toda velocidad abrió su bolsa, sacó su polvera y se espolvoreó el rostro; luego dio un escupitajo en el colorante rojo que traía, lo talló con un pañuelo desechable y procedió a pintarse ambos cachetes, hasta que adquirieron el tono rosáceo que deseaba. Tras eso, otro escupitajo sirvió para que el rímel endurecido en su estuche se ablandara y pudiera debidamente ennegrecer, alargar y dar firmeza a las pestañas de sus ojos, que por cierto eran cortas y sin vida. Y ya para finalizar, se pasó una y otra vez el lápiz labial de un carmín encendido, que luego bajaba de intensidad por la lengua que humedecía los labios que finalmente frotaba uno contra el otro. Hasta el cansancio repitió la misma operación. Esperanza remató el veloz arreglo teniendo en alto con su mano izquierda el espejo de su polvera corriente, en tanto que con los bien ensalivados dedos índice y cordial de la derecha fijaba los chinos que a diestra y siniestra de su rostro colgaban coquetonamente.
Y pensó para sus adentros: ¿Cómo le hace esta cabrona, un día con uno y otro día con otro?
Gloria Cuevas era muy guapa de cara y cuerpo. Tras divorciarse del feo de Antonio Bernal, comenzaron sus amoríos sólo con actores mexicanos e incluso extranjeros, como el sudamericano Pedro Geraldo, mucho más joven que ella. No le pedía nada a la actriz más hermosa de Hollywood, pero en ella cuajaba, como en ninguna otra mujer, el dicho ese de que la suerte de la fea la bonita la desea. Desde muy chica sufrió mucho. Su padre, un rico ranchero de Chihuahua, por el juego llevó a la ruina a la familia (esposa y diez hijos), por lo que Gloria tuvo que casarse a la fuerza con Bernal, quien sólo así accedió a facilitar el dinero para que la madre, ya viuda por el suicidio del apostador empedernido, pudiera afrontar las  múltiples deudas “de honor” (o tal vez de muerte) heredadas.

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