En el buque llegaban
también soldados yanquis de recambio de las tropas de ocupación en Alemania
Occidental. Los días que duró la travesía de América a Europa, Toñito fue
impactado por la crudeza racista de los gringos: en una de las salas de cine
del lujoso trasatlántico, una sección se destinaba para los espectadores
civiles, blancos todos; otra, para los militares yanquis de tez clara, y una
tercera para los soldados que, sirviendo en el mismo ejército, tenían la tez
oscura.
-¡Por eso es
un gran país!, le comentaría Esperanza a su hijo, cuando éste, intrigado, le
preguntó por qué no se sentaban, revueltos, los gringos negros y blancos.
No tardaría
mucho Toñito en vivir en carne propia la violencia del racismo. Un frío sábado
de noviembre en el pueblo de Lohne, donde radicaban Agneta y Edwina Krogman,
Toñito salió a pasear en una bicicleta que alguna de ellas le consiguió
prestada. Era temprano por la mañana, más o menos las nueve, y en un terreno
con pastos muy crecidos una treintena de niños y niñas, todos con rubios
cabellos y chapeadas caras, corrían tras un balón de cuero. El niño mexicano
pasó muy quitado de la pena por una de las cercas que delimitaban ese campo
rectangular, cuando de pronto los alemanes notaron una tupida cabellera negra y
una tez que desde luego no era de ese blanco tipo pechuga de pollo de los
arios.
-¡Indio!,
¡un indio!, ¡vengan a ver!, ¡hay que capturarlo!, ¡se quiere escapar!, ¡rápido,
corran!, empezaron a gritar entre coléricos, histéricos, sorprendidos e
inclusive felices por su “descubrimiento”, los pequeños teutones, todos menores
de diez años, que seguramente sólo tendrían conciencia de las privaciones
sufridas en sus respectivos hogares, reciclando así, una vez más, el odio y
racismo contra todo lo distinto a ellos. El terreno fangoso y el miedo
inmovilizador que los gritos y la persecución le produjeron, posibilitaron la
pronta “captura” del “indio” intruso. Los güeros, fueran mujeres u hombres, lo
empezaron a empujar y zarandear y dos o tres puñetazos cruzaron su rostro,
propinados por los que más enardecidos
estaban. La gritería de los aprendices de fascistas hizo que de una de las
casas situadas frente al llano saliera una mujer a calmarlos, callarlos y proteger al espantadísimo Toñito.
Entre los
adultos, Toñito verdaderamente cayó de pie, tal vez por lástima o por las
“puntadas” que llegó a aventarse y que sorprendían a todos, pues finalmente se
trataba de un niño de tan sólo ocho años de edad, extranjero que difícilmente
entendía y balbuceaba algunas palabras en alemán. Por ejemplo, una noche en el
rancho que en el pequeñísimo poblado de Zerhusen Joseph Clemens y su esposa Ula tenían,
empezaron Ignatz y Esperanza a hablar mal de México y, por supuesto, a ensalzar
a Alemania, su disciplina e inteligencia. Por auditorio tenían, además de a
dicho matrimonio propietario de ese pequeño rancho ganadero, a Pera, a Toñito,
a Matilda, quien era la hija más chica de Ula y la única procreada con Clemens,
así como a los jovencitos Joseph, Reinhardt y Rudolf Krogman, que esa buena
mujer parió durante su matrimonio con el hermano de Ignatz, Joseph, cuya suerte
en el frente ruso nadie supo, pero a quien todos daban con absoluta certeza por
muerto.
Ignatz y
Esperanza hablaban y hablaban todo en alemán, hasta que de pronto se oyó una
voz infantil en castellano:
-¿Y si son
tan inteligentes, por qué pierden todas las guerras? Por respuesta, Toñito se
llevó un pequeño manotazo de su madre en la cabeza, seguido de la mueca de que
se callara la boca. Necio, el niño, ahora sí alzando la voz, interrogó nuevamente:
-¿Y si son
tan inteligentes, por qué pierden todas las guerras?
Esperanza
esta vez le iba a descargar tremendo coscorrón, cuando Ula antepuso sus dos
manos en la cabeza de Toñito y le pidió a Ignatz que tradujera lo que el
pequeño de cabellos negros había dicho cada una de las veces. Cuando su ex
cuñado se lo tradujo, un silencio se apoderó de la estancia donde compartían
cervezas, pan negro, salchichas blancas y toda clase de quesos.
No hubo
comentario alguno. Sólo dos lágrimas mojaron lastimosas los pómulos de la
robusta campesina, que no podía ocultar los rastros de la belleza que
seguramente tuvo en su juventud. Esas dos lágrimas, todos, absolutamente todos
los ahí presentes lo adivinaron, las produjo el recuerdo, el dolor, la
incertidumbre por el destino final de su primer marido: ¿afortunadamente habría
muerto instantáneamente en el campo de batalla o desgraciadamente estaría preso
en algún terrible campo de concentración soviético?
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