viernes, 15 de marzo de 2013

Entrega 108



En el buque llegaban también soldados yanquis de recambio de las tropas de ocupación en Alemania Occidental. Los días que duró la travesía de América a Europa, Toñito fue impactado por la crudeza racista de los gringos: en una de las salas de cine del lujoso trasatlántico, una sección se destinaba para los espectadores civiles, blancos todos; otra, para los militares yanquis de tez clara, y una tercera para los soldados que, sirviendo en el mismo ejército, tenían la tez oscura.
-¡Por eso es un gran país!, le comentaría Esperanza a su hijo, cuando éste, intrigado, le preguntó por qué no se sentaban, revueltos, los gringos negros y blancos.
No tardaría mucho Toñito en vivir en carne propia la violencia del racismo. Un frío sábado de noviembre en el pueblo de Lohne, donde radicaban Agneta y Edwina Krogman, Toñito salió a pasear en una bicicleta que alguna de ellas le consiguió prestada. Era temprano por la mañana, más o menos las nueve, y en un terreno con pastos muy crecidos una treintena de niños y niñas, todos con rubios cabellos y chapeadas caras, corrían tras un balón de cuero. El niño mexicano pasó muy quitado de la pena por una de las cercas que delimitaban ese campo rectangular, cuando de pronto los alemanes notaron una tupida cabellera negra y una tez que desde luego no era de ese blanco tipo pechuga de pollo de los arios.
-¡Indio!, ¡un indio!, ¡vengan a ver!, ¡hay que capturarlo!, ¡se quiere escapar!, ¡rápido, corran!, empezaron a gritar entre coléricos, histéricos, sorprendidos e inclusive felices por su “descubrimiento”, los pequeños teutones, todos menores de diez años, que seguramente sólo tendrían conciencia de las privaciones sufridas en sus respectivos hogares, reciclando así, una vez más, el odio y racismo contra todo lo distinto a ellos. El terreno fangoso y el miedo inmovilizador que los gritos y la persecución le produjeron, posibilitaron la pronta “captura” del “indio” intruso. Los güeros, fueran mujeres u hombres, lo empezaron a empujar y zarandear y dos o tres puñetazos cruzaron su rostro, propinados por los  que más enardecidos estaban. La gritería de los aprendices de fascistas hizo que de una de las casas situadas frente al llano saliera una mujer a calmarlos,  callarlos y proteger al espantadísimo Toñito.
Entre los adultos, Toñito verdaderamente cayó de pie, tal vez por lástima o por las “puntadas” que llegó a aventarse y que sorprendían a todos, pues finalmente se trataba de un niño de tan sólo ocho años de edad, extranjero que difícilmente entendía y balbuceaba algunas palabras en alemán. Por ejemplo, una noche en el rancho que en el pequeñísimo poblado de Zerhusen  Joseph Clemens y su esposa Ula tenían, empezaron Ignatz y Esperanza a hablar mal de México y, por supuesto, a ensalzar a Alemania, su disciplina e inteligencia. Por auditorio tenían, además de a dicho matrimonio propietario de ese pequeño rancho ganadero, a Pera, a Toñito, a Matilda, quien era la hija más chica de Ula y la única procreada con Clemens, así como a los jovencitos Joseph, Reinhardt y Rudolf Krogman, que esa buena mujer parió durante su matrimonio con el hermano de Ignatz, Joseph, cuya suerte en el frente ruso nadie supo, pero a quien todos daban con absoluta certeza por muerto.
Ignatz y Esperanza hablaban y hablaban todo en alemán, hasta que de pronto se oyó una voz infantil en castellano:
-¿Y si son tan inteligentes, por qué pierden todas las guerras? Por respuesta, Toñito se llevó un pequeño manotazo de su madre en la cabeza, seguido de la mueca de que se callara la boca. Necio, el niño, ahora sí alzando la voz, interrogó nuevamente:
-¿Y si son tan inteligentes, por qué pierden todas las guerras?
Esperanza esta vez le iba a descargar tremendo coscorrón, cuando Ula antepuso sus dos manos en la cabeza de Toñito y le pidió a Ignatz que tradujera lo que el pequeño de cabellos negros había dicho cada una de las veces. Cuando su ex cuñado se lo tradujo, un silencio se apoderó de la estancia donde compartían cervezas, pan negro, salchichas blancas y toda clase de quesos.
No hubo comentario alguno. Sólo dos lágrimas mojaron lastimosas los pómulos de la robusta campesina, que no podía ocultar los rastros de la belleza que seguramente tuvo en su juventud. Esas dos lágrimas, todos, absolutamente todos los ahí presentes lo adivinaron, las produjo el recuerdo, el dolor, la incertidumbre por el destino final de su primer marido: ¿afortunadamente habría muerto instantáneamente en el campo de batalla o desgraciadamente estaría preso en algún terrible campo de concentración soviético?

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