sábado, 16 de marzo de 2013

Entrega 109



Tres días de noviembre Ignatz, Esperanza y sus hijos pasaron en Lohne, con Agneta y Edwina, y dos en Zerhusen, con los tres únicos sobrinos carnales del afortunado teutón que había llegado a México para desempeñar las funciones prácticamente de padrote. El miércoles 1 de diciembre deberían abordar el tren en el pueblo de Vechta para iniciar el recorrido de un mes por el centro y sur de Alemania, para después, en la primera semana de enero de 1955, embarcarse de regreso a Nueva York y de ahí, por carretera, arribar a la frontera mexicana.
Aunque de manera discreta e hipócrita Ignatz y Esperanza se embriagaron levemente en Lohne y Zerhusen, de todas maneras los familiares y lugareños se dieron cuenta de que algo raro ocurría dentro de esa “familia mexicana” y el matrimonio binacional que la encabezaba. Por ello fue que a nadie sorprendió que la antevíspera de su partida a Vechta para recorrer Alemania, Toñito armara enfrente de todo mundo histórico berrinche hasta lograr que su madre autorizara que se quedara todo ese mes de diciembre en el rancho de los Clemens. Fue ésta la mayor de sus “puntadas” y la expresión desesperada de que ya no podía seguir viviendo al lado de su madre: sencillamente la aborrecía y la temía. Prefirió, a pesar de su  timidez e inhibición, vivir entre extraños, que conocer un país al lado de Esperanza Videgaray y el gandul de Ignatz Krogman. Prefirió que su hermana, muy sentida e iracunda, lo llamara egoísta y traidor, que sufrir al lado de ella, con solidaridad fraternal y humana, el martirio que por seguro significaría ese viaje de un largo mes con el par de borrachos.
Naturalmente Esperanza les dio una buena cantidad de marcos a Ula y Joseph Clemens para cubrir debidamente el hospedaje y la alimentación de Toñito. A un cambio de tres marcos por un peso mexicano, y en momentos en que la economía germana iniciaba lentamente su recuperación a través de un mercado interno con precios muy bajos, este gasto adicional le salió a ella sumamente barato, pero para los Clemens significó un regalo del cielo. En consecuencia, Toñito se convirtió en el personaje consentido del rancho y rápidamente afamado en las inmediaciones de Zerhusen.
Esperanza, Ignatz, Ula, Clemens, Agneta y Edwina quedaron de reunirse en Bremen el 31 de diciembre para despedir el año y, obviamente, para que Toñito se reincorporara con su familia para el regreso a Nueva York.
Cuando en la estación de Vechta el niño vio que se alejaba el tren con su madre y el alemán a bordo, no cupo en sí de alegría, simplemente no lo podía creer. Claro está que un  profundo remordimiento por haber abandonado a Pera lo corroía por adentro y no faltó la añoranza intempestiva a lo largo de todos y cada uno de los días que vivió sólo con desconocidos en Alemania.
El trato de tante (“tía”) Ula y uncle (“tío”) Joseph fue inmejorable. Ambos se encariñaron realmente con Toñito, y la mejor amiga del mexicano lo fue Matilda Clemens, también con ocho años de edad, pero diez centímetros más alta. En cinco días lo hizo entender el alemán y darse a entender perfectamente. Pero lo más picante, lo más emocionante, lo ultra secretísimo lo vivió con Joseph, Reinhardt y Rudolph, que contaban respectivamente con 15, 14 y 13 años de edad, es decir, andaban en la mera edad de la “punzada”. Toñito contempló asombrado cómo en el establo donde se encerraba a la yegua “Patsy”, los tres Krogman se escondían primero y luego se sacaban los penes, se los frotaban para arriba y para abajo y al último ponían caras de retrasados mentales cuando un líquido viscoso y maloliente brotaba con fuerza de la pequeña abertura de cada miembro viril que, hasta antes de la primera vez que vio la escena, Toñito pensaba que de ahí sólo salía “la pipí”.
Los calenturientos jovencitos “contrataron” a Toñito para que les echara “aguas” mientras se masturbaban. A cambio le daban tres “pfenning” (centavos) por piocha, o Joseph  lo  paseaba en la motocicleta Triumph de segunda mano que Clemens pagaba a plazos, o, lo mejor de todo, lo máximo, lo insuperable: se lo llevaban “de contrabando” al destartalado granero los jueves al atardecer, para espiar por un orificio a las sirvientas Frieda y Gerda cuando, después de sus labores, ahí se desnudaban por completo para lavarse todo, lo que se dice todo, desde los pelos café claro de sus coños y sobacos, pasando por sus nalgas curvas y bien llenas, hasta rematar con cada soberbio par de senos que nada le pedían a los que en la carpintería o en la peluquería de la calle de Mayorga mostraban las actrices o encueratrices de los distintos calendarios, carteles o clichés clavados en las paredes.

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