De
puntillas, sin zapatos, el niño se metió en la recámara que guardaba un olor
nauseabundo, atravesó con todo cuidado frente a la piesera de la cama
matrimonial hasta llegar al lado derecho, que era el de Esperanza, justo ante
la ventana que miraba hacia el ducto
blanco de la chimenea. Las cortinas oscurecían la habitación. No se veía nada.
Pero el ladronzuelo conocía perfectamente el terreno por las mil veces que allí
había entrado, hasta ese lado derecho, como aquella en que entre Krogman
(muerto de risa), Pera (avergonzada) y él (indiferente) jalaron del cinturón y
lograron detener a Nacho Calero Topete, quien bien borracho ya había alzado la colcha, la cobija
y la sábana e iba a meterse a la cama para cogerse a su ex cuñada, la que
desnuda, medio alcoholizada e igualmente presa de un ataque de risa por la
“puntada” del ex esposo de Ana Videgaray, simulaba rechazarlo con ambas manos y
alegre le decía: ¡ya Nacho, no mames, ya ni se te para!
Toñito sabía
que, ebria o sobria, su madre invariablemente dejaba su bolsa pegada al lado derecho de la cama, que era
“su” lado. Anduvo tentaleando por aquí y por allá hasta que logró dar con ella,
la cual siempre tenía el cierre abierto. Introdujo su mano derecha y pronto dio
con la cartera gorda, pletórica de billetes. Su buen juicio le aconsejó sólo
sacar uno y emparejar y empujar hacia abajo el resto, para que no se notara
nada. De su suerte dependería (por la absoluta oscuridad) que no hubiera tomado
alguno que por su alta denominación levantara inmediatamente sospechas en la
escuela y le acarreara problemas.
El billete
no levantó sospechas, pero sí le acarreó problemas.
Ignatz
Krogman despertó al oír que una duela del piso de madera rechinaba. Con la mano
derecha buscó a su esposa y la tocó, por lo que de inmediato de su buró tomó su
Luger y disparó hacia donde escuchó el sonido. Se oyeron varios gritos y por
todos lados. Esperanza prendió la luz y vio a su hijo inmóvil en un
incontenible chorro de sangre. En una décima de segundo se fue sobre el arma
que empuñaba el alemán. Y ambos, o ebrios todavía, o estupidizados, o
sorprendidos, forcejearon no más de medio minuto, hasta que se escuchó un nuevo
disparo. Krogman se desplomó hacia adelante. La mujer, gritando como nunca,
“¡¿qué hago?!, ¡¿qué hago?!, ¡¿qué hago?!, ¡¿qué hago?!”, tomó el arma que
había quedado entre las piernas del teutón, se metió el cañón en la boca y jaló
el gatillo.
Mientras
descendía el elevador que Carlos Tello, poco antes de morir de un infarto al
miocardio en 1957, mandó instalar en Atlanta 188 a fin de facilitar el traslado
de la planta baja al segundo piso, y viceversa, para su sobrino, nuevamente el
vozarrón de Geonila se escuchó por toda la casa:
-¡Ora se
espera, joven Antonio! ¡Los huevos se enfriaron, Delfina le está cocinando
otros!
Y a Antonio,
condenado a una silla de ruedas, la verdad es que no le interesaban los huevos
fríos o calientes, tibios o como fueran. A Antonio no le interesaba ya nada. Lo
que podía tener (¿respirar?, ¿dormir?, ¿despertar?) no le causaba felicidad
desearlo. Y lo que no podía tener (sensibilidad de la cintura hacia abajo,
libertad, placer, salud) más lo deseaba y más se torturaba. Sufría, no gozaba
sus quince años de edad. Maldecía por eso la belleza y cercanía de Geonila.
Ansiaba y odiaba que se ocupara de él.
Todo se
había acabado. Los estudios. Los amigos. Todo. Hasta la relación con Pera. La
tía Lupe había resultado pitonisa. En diciembre de 1959, en Acapulco, Pera
conoció al diseñador Peter Livorek, oriundo y residente del puerto de Perth, en
Australia, literalmente al otro lado del mundo, es decir, hasta el quinto
infierno. En marzo de 1960 se casó con él en la iglesia de Santa Teresita del
Niño Jesús, en las Lomas de Chapultepec, y la recepción fue en Atlanta 188.
Ningún Videgaray asistió. Y es que ninguno fue invitado.
Antonio
siempre se quedó con la duda sobre si el australiano conocía el drama ocurrido
en Montañas Rocallosas y la historia precedente, y por su mentalidad de extranjero se le
resbalaba, como la tía Lupe siempre lo había establecido como única salida para
Pera, y por eso ésta pudo casarse; o si Pera se lo ocultó, pues ninguna otra
cosa le importaba ya en la vida que
largarse lo más lejos de México y huir para siempre de su pasado. Lo cierto era
que nunca regresó al país ni cruzó correspondencia, salvo una sola vez con su
hermano.
Y cierto era
también que diario, una vez y otra vez y otra vez y una más, y otra nueva,
Antonio, aquel Toñito que nació sin suerte para obtener lo que no tenía y por
ello deseaba, leía a solas en su cuarto, ya sin lágrimas que llorar, la
maldita, seca, inhumana, irremediable sentencia médica:
“El traumatismo
de la médula espinal puede ser causado por lesiones a la columna por heridas de
bala y otras causas. Los resultados comunes son la parálisis y la pérdida de
sensibilidad de una parte del cuerpo, pérdida del funcionamiento sexual,
pérdida del control intestinal, pérdida del control de la vejiga, pérdida
de………………………….”
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