A la
ceremonia desde luego no fueron invitados los Tello Ruiloba y la abuela exigió,
invocando lo que tendría que pagar, que al desayuno en el Sanborn’s de Los
Azulejos sólo asistieran ella y Toñito, por lo que su yerno, su hija y su nieta
se quedaron esperándolos en Hamburgo 126. Nada tonto, desde inicios de marzo el
próximo comulgante preparó el terreno en la escuela: sólo iba a ir su abuelita,
pues sus papás tenían que cuidar en la casa a su hermanita, que estaba muy
grave con hepatitis.
Los tíos
gozaron como nadie, sin presenciarla, la primera comunión de Toñito. No sólo se
sacudieron una pesada culpa moral, sino que se ahorraron cientos de pesos que,
por primera vez en su vida, la multimillonaria abuela se dignó invertir en su
nieto. El viernes 23 de marzo, Pera le sacó el permiso a su mamá para que desde
ese día, por la noche, sus tíos los pudieran recoger en Montañas Rocallosas. A
la emoción de salir la víspera de lo acostumbrado con sus titos y además de
noche, se añadió una sorpresa: se fueron a un autocinema. Al día siguiente tíos
y sobrinos estaban puntuales a las ocho de la mañana en la misa de acción de
gracias en el templo de San Francisco, porque Toñito había finalmente podido
hacer su primera comunión. Pero como esa iglesia colonial se asentaba en la
Avenida Francisco Madero, fue la excusa para que luego se fueran a desayunar al
Lady Baltimore, que estaba a unos pasos.
Ahí la tía Lupe de plano se engulló casi media docena de croissants acompañados
de dos tazas de té con leche, no sin antes pontificar que ese restaurant “sí es
para la gente decente, porque el de enfrente, el Sanborn’s de Los Azulejos, ya
se acorrientó, ya entran muchos pelados”.
A Toñito se
le cocían las habas por saber cuál iba a ser su regalo por haber ingresado ya a
la legión de los comulgantes. Y no tuvo que esperar mucho tiempo para ello. Al
paso cansino de los padrinos, llegaron hacia el medio día, tras revisar
aparador tras aparador de cada tienda con artículos de todo tipo, a la
exclusiva joyería La Esmeralda. Tras requerirle al paciente empleado que les
tocó en suerte les mostrara seis, siete y hasta ocho modelos distintos, como
era de esperarse la tía optó por escoger
(a su gusto, claro está) el más económico: un relojito marca “Zelico”,
de esos de batalla, aguantadores, con su correa de cuero café. De todas formas
el festejado quedó complacido, pues tuvo la anuencia de llevárselo a Montañas
Rocallosas y usarlo siempre donde
quisiera.
Fue un
inolvidable fin de semana.
Entre las
normas de vida que los padrinos Carlos y Lupe enseñaban tautológicamente a los
hijos de Antonio Ruiloba González Misa y Esperanza Videgaray Salas, existía una
con la que nunca estuvo de acuerdo Toñito: “la felicidad consiste en desear
sólo lo que se puede tener”. A diferencia de la inmensa mayoría de los niños
del Colegio del Tepeyac y del Colegio Americano, por no decir que de la
totalidad, ni Pera ni él recibían diariamente alguna cantidad para comprarse
golosinas en la escuela, o semanalmente su “domingo”. Como la madre ni los tíos
le soltaban un peso, una por tacaña y los otros porque no querían propiciar que
“se echara a perder”, Toñito recurrió a
la observación y a la osadía. Cayó en cuenta de que casi todas las mañanas
Esperanza y el alemán amanecían bien crudos, pues casi todas las noches se
emborrachaban. Pero, lo más importante, era que despertaban mucho tiempo después
de que él ya se había ido a la escuela.
Así que un
buen día decidió iniciar la aventura de su liberación económica. Muy temprano,
inclusive antes de que Pera se levantara al baño, el niño se acercó a la
entrada de la recámara de su madre y ahí permaneció los minutos necesarios para
asegurarse que el par de viciosos estaban bien dormidos (por alguna razón jamás
la puerta era cerrada, así estuvieran en
pleno coito).
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