lunes, 26 de noviembre de 2012

ENTREGA 2



Muy lejos de su cabecita estaba el saber o adivinar el proceso causa-efecto de lo que experimentaba. Muy lejos de su ánimo desfallecido, que lo inmovilizaba casi por completo, se hallaba que la brutal experiencia que vivía fuera la razón. No. Lo que lo petrificaba, lo que lo tenía sumido en el terror, era toda la parafernalia de la ocasión: las densas nubes de humo de los cigarrillos consumidos por su madre Esperanza a lo largo de las horas dentro de una sala sin ventilación; la peste como de típica cantina atiborrada, pero proveniente de botellas de Bacardí abiertas y de vasos con licor o éste derramado sobre la alfombra roja; el tocadiscos a todo volumen, por el que desfilaban, una y otra vez, las melodías de los hit parades gringos de los años 1940 a 1952, o los valses de Johann Strauss, o los Churumbeles de España, o Jorge Negrete; la cara de miedo de su hermanita Pera, cuatro años mayor que él, que se mantenía sentada en el sofá floreado, pegadita a su derecha y que con sus dos manos le tomaba, acariciándola y apretándola, apretándola y acariciándola, según su nivel de espanto, su manita derecha; la cara de susto y estupor de Jerónima, la sirvienta de 25 años de edad, hidalguense analfabeta, que sólo permanecía al servicio de tan canalla patrona por la lástima que le causaban los dos pequeños y también por los 250 pesos que ganaba al mes y que en mucho mitigaban la miseria de su familia, a la que visitaba anualmente durante diez días. Y el tiempo, el duro tiempo que se volvía infinito.

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