Muy lejos de su cabecita estaba el
saber o adivinar el proceso causa-efecto de lo que experimentaba. Muy lejos de
su ánimo desfallecido, que lo inmovilizaba casi por completo, se hallaba que la
brutal experiencia que vivía fuera la razón. No. Lo que lo petrificaba, lo que
lo tenía sumido en el terror, era toda la parafernalia de la ocasión: las
densas nubes de humo de los cigarrillos consumidos por su madre Esperanza a lo
largo de las horas dentro de una sala sin ventilación; la peste como de típica
cantina atiborrada, pero proveniente de botellas de Bacardí abiertas y de vasos
con licor o éste derramado sobre la alfombra roja; el tocadiscos a todo
volumen, por el que desfilaban, una y otra vez, las melodías de los hit parades
gringos de los años 1940 a 1952, o los valses de Johann Strauss, o los
Churumbeles de España, o Jorge Negrete; la cara de miedo de su hermanita Pera,
cuatro años mayor que él, que se mantenía sentada en el sofá floreado, pegadita
a su derecha y que con sus dos manos le tomaba, acariciándola y apretándola,
apretándola y acariciándola, según su nivel de espanto, su manita derecha; la
cara de susto y estupor de Jerónima, la sirvienta de 25 años de edad,
hidalguense analfabeta, que sólo permanecía al servicio de tan canalla patrona
por la lástima que le causaban los dos pequeños y también por los 250 pesos que
ganaba al mes y que en mucho mitigaban la miseria de su familia, a la que
visitaba anualmente durante diez días. Y el tiempo, el duro tiempo que se
volvía infinito.
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