miércoles, 28 de noviembre de 2012

Entrega 4



-¡Trae botanas, cabrona!, le gritaba imperiosa a la pobre sirvienta, quien sólo atinaba a contestar, cabizbaja y presurosa, sí señora, ahorita, y su menuda figura de uno cincuenta de estatura y no más de treinta y cinco kilos de peso subía la angosta escalera de la casa hacia la cocina que se ubicaba a su término. Las botanas consistían en galletas saladas,  sardinas, rollos de jamón, ruedas de salchicha, cuadritos de queso y alguna porción de angulas.
Esperanza las devoraba compulsivamente y lo mismo se acariciaba los vellos púbicos con la mano derecha, que de inmediato del plato tomaba un puñado de botanas; o se restregaba con los dedos índice y cordial la vagina para luego olérselos y clavarlos enseguida en su cuba para remover el hielo en el líquido. De vez en cuando ordenaba a sus hijos: ¡traguen cabrones!, ¿qué me ven pendejos?, mientras retumbaban en las paredes las frases más pegajosas de hit parades como “Kalamazoo”, “Shoo Shoo Baby”, “Mañana”, las que junto con las tonadas dulzonas como “Linda”, “Blue Tango”, “Sleepy Lagoon”, parecían esforzarse en producir un efecto apaciguador en medio de ese infierno.
La largura del tiempo la medía Toñito, o mejor dicho la sentía, a través de la luminosidad solar que se colaba a través de la ventana de la sala y que en lapsos casi infinitos de cambio perdía  su intensidad. La luz natural se sumía en prolongada agonía, y conforme pardeaba la tarde el calor en su cuerpo daba paso al frío. Quién sabe si titiritaba de frío o de nervios.
-¡Jerónima, trae los suéteres, el cabezón tiene frío!, y la sirvienta respondía igual: sí señora, ahorita. Pero el frío de nervios o de frío no era lo único. Había también el cansancio de la postura prolongada en el sofá. Pera y Toñito tenían que permanecer ahí a fuerza. Sólo cuando sus necesidades fisiológicas se volvían ya verdaderamente insoportables, se atrevían a pedir permiso para ir al baño. Lo mismo sucedía con Jerónima, quien en el segundo escalón de la escalera de granito se sentaba de lado con la espalda apoyada en la pared y la vista todo el tiempo dirigida hacia la sala, mirando a las dos pobres criaturas, a la loca dueña del escenario y a la brutalidad y miseria del escenario mismo.
Era una tarde eterna. Era el 13 de junio de 1952. Era el cumpleaños número cuarenta de Esperanza Videgaray Salas. Hacia la una el camión colorado del Colegio Columbia, donde Toñito cursaba la preprimaria, detuvo su marcha sobre la calle Hamburgo donde hacía esquina con la Cerrada del mismo nombre en la regularmente poblada y bien delimitada Ciudad de México. Concretamente en la Colonia Juárez, que presumía vestigios de la arquitectura afrancesada típica del porfiriato. Las fachadas de piedra que lucían sus mansardas atraían a yanquis y europeos por igual y los edificios con “apartments for rent” empezaban a multiplicarse, desplazándose los mexicanos ricos a la las Lomas de Chapultepec (“Chapultepec Heights” se llamaba el fraccionamiento más lujoso originalmente), mientras que la  naciente clase media derivaba a otras colonias menos pretenciosas. 

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