-¡Trae botanas, cabrona!, le gritaba
imperiosa a la pobre sirvienta, quien sólo atinaba a contestar, cabizbaja y
presurosa, sí señora, ahorita, y su menuda figura de uno cincuenta de estatura
y no más de treinta y cinco kilos de peso subía la angosta escalera de la casa
hacia la cocina que se ubicaba a su término. Las botanas consistían en galletas
saladas, sardinas, rollos de jamón,
ruedas de salchicha, cuadritos de queso y alguna porción de angulas.
Esperanza las devoraba
compulsivamente y lo mismo se acariciaba los vellos púbicos con la mano
derecha, que de inmediato del plato tomaba un puñado de botanas; o se
restregaba con los dedos índice y cordial la vagina para luego olérselos y
clavarlos enseguida en su cuba para remover el hielo en el líquido. De vez en
cuando ordenaba a sus hijos: ¡traguen cabrones!, ¿qué me ven pendejos?, mientras
retumbaban en las paredes las frases más pegajosas de hit parades como
“Kalamazoo”, “Shoo Shoo Baby”, “Mañana”, las que junto con las tonadas dulzonas
como “Linda”, “Blue Tango”, “Sleepy Lagoon”, parecían esforzarse en producir un
efecto apaciguador en medio de ese infierno.
La largura del tiempo la medía
Toñito, o mejor dicho la sentía, a través de la luminosidad solar que se colaba
a través de la ventana de la sala y que en lapsos casi infinitos de cambio
perdía su intensidad. La luz natural se
sumía en prolongada agonía, y conforme pardeaba la tarde el calor en su cuerpo
daba paso al frío. Quién sabe si titiritaba de frío o de nervios.
-¡Jerónima, trae los suéteres, el
cabezón tiene frío!, y la sirvienta respondía igual: sí señora, ahorita. Pero
el frío de nervios o de frío no era lo único. Había también el cansancio de la
postura prolongada en el sofá. Pera y Toñito tenían que permanecer ahí a
fuerza. Sólo cuando sus necesidades fisiológicas se volvían ya verdaderamente
insoportables, se atrevían a pedir permiso para ir al baño. Lo mismo sucedía
con Jerónima, quien en el segundo escalón de la escalera de granito se sentaba
de lado con la espalda apoyada en la pared y la vista todo el tiempo dirigida
hacia la sala, mirando a las dos pobres criaturas, a la loca dueña del
escenario y a la brutalidad y miseria del escenario mismo.
Era una tarde eterna. Era el 13 de
junio de 1952. Era el cumpleaños número cuarenta de Esperanza Videgaray Salas.
Hacia la una el camión colorado del Colegio Columbia, donde Toñito cursaba la
preprimaria, detuvo su marcha sobre la calle Hamburgo donde hacía esquina con
la Cerrada del mismo nombre en la regularmente poblada y bien delimitada Ciudad
de México. Concretamente en la Colonia Juárez, que presumía vestigios de la
arquitectura afrancesada típica del porfiriato. Las fachadas de piedra que
lucían sus mansardas atraían a yanquis y europeos por igual y los edificios con
“apartments for rent” empezaban a multiplicarse, desplazándose los mexicanos
ricos a la las Lomas de Chapultepec (“Chapultepec Heights” se llamaba el
fraccionamiento más lujoso originalmente), mientras que la naciente clase media derivaba a otras
colonias menos pretenciosas.
Gracias,Miguel Angel
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