jueves, 29 de noviembre de 2012

Entrega 5



 
Quince minutos antes de que arribara el camión, Jerónima ya lo estaba esperando en la esquina de su parada, como todos los días, para conducir a Toñito hasta la última casa, del lado izquierdo, de esa Cerrada de Hamburgo, larga y estrecha, que remataba en una alta pared de ladrillos rojos. Esperanza-Pera-, su hermana única,  llegaba una hora más tarde, a las dos en punto, en el camión anaranjado del Colegio Americano, donde estudiaba la primaria y, claro está, Jerónima repetía la operación. Estudiaban los niños en sendas escuelas estadounidenses, dado el complejo de su madre, quien odiaba a México y todo lo que pudiera ser o representar, al tiempo que mitad hablaba o gritaba o maldecía o insultaba en inglés y mitad en español. Era pro yanqui a ultranza, capitalista a ultranza y anticomunista y antisemita a ultranza. Sus ídolos eran Adolfo Hitler, Francisco Franco y Henry Ford, y así como se lamentaba de que “los gringos no se hayan anexado hasta el pinche Yucatán”, lo hacía también porque el austríaco no “se chingó a todos los judíos del mundo”. Hasta el cansancio leía y releía “El Judío Internacional” y “Los Protocolos de los Sabios de Sión”.
Jerónima no cruzó palabra con el pequeño Antonio -Toñito- cuando éste descendió del camión. Simplemente cargó su mochila y lo tomó de su mano derecha, pegado a la hilera izquierda de casas, y así caminaron hacia la casa marcada con el número uno. Era alta y angosta, pintada la fachada de gris, con una gran ventana de marco blanco en el primer piso, que era la de la sala, y con un balcón arriba de ella. El balcón se desprendía de la recámara de Esperanza Videgaray, la única amplia de la pequeña construcción, y contrastaba con el reducido espacio y humilde mobiliario del cuartito de ese segundo piso, donde dormían los dos niños, y se ubicaban también la cocina y el único baño que tenía la casa.
A los cuantos pasos dados, Toñito percibió de inmediato el penetrante olor del tabaco, primero, y el inconfundible del alcohol, después. Asimismo, mientras avanzaban, más fuertes y más claras se escuchaban las notas de la música gringa puesta a todo volumen. El corazón infantil empezó a latir a un ritmo cada vez más acelerado, sudorosas se volvieron las manitas y el pánico envolvió instantáneamente al pequeño Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray.

1 comentario:

  1. Apenas comence a leerla y ya voy hasta aqui, buena novela gracias por compartirla

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