La fachada de piedra, revestida con
un rico labrado, parecía haber sido arrancada de cualquier palacete de la Avenida de los
Campos Elíseos, pero lo que sí es cierto es que los frescos que decoraban los
techos del vestíbulo, el comedor y las dos salas habían sido traídos ex profeso
de Francia. Lujo y dinero no escatimó al edificarla el general Videgaray Pérez,
ingeniero egresado del Colegio Militar,
nativo de Jalisco e hijo de un hacendado al que un jornalero mató de una puñalada por la
espalda, de ahí su odio profundo –y el de su esposa e hijos también- a los
campesinos y a los indios de México.
Pero tanto lujo y comodidad a los
niños Ruiloba no les significaba nada. Absolutamente nada, sobre todo a Toñito,
quien había vivido sus primeros seis años al lado de la abuela y tenía tan sólo
unas semanas de haber sido recogido por su madre. A raíz del divorcio en
noviembre de 1945 de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba, y de la huída de
éste a Los Angeles, madre e hija acordaron que cuando naciera el producto (que
no sabían si sería niño o niña), viviría con la abuela al menos hasta que
ingresara a la primaria, pues la madre no podría ocuparse de él, ya que tendría
que atender sus negocios, que consistían en la administración de casas de
vecindad y edificios. Era dueña de dos edificios, uno en la Calle de Esperanza
número 2 y otro en Hamburgo 292, así como de dos vecindades en la Calle de
Vizcaínas y una tercera en la Calle de Guanajuato casi esquina con la de
Mérida. Igualmente, poseía dos grandísimos terrenos sobre la Avenida Dr. Río de
la Loza. Todas estas propiedades fueron herencia de su padre, el general Alfredo
Videgaray, hombre de vasta fortuna que en 1911 le “pegó” al “gordo” de la
Lotería Española, con lo que acabó de montarse en los cuernos de la luna.
Entre su alcoholismo y la atención
personal y detallada que prestaba a sus cinco bienes inmuebles (litigios en
tribunales, cobro de rentas, reparaciones de los departamentos, lanzamiento de
inquilinos morosos, etcétera), no le quedaba tiempo para atender su hogar, amén
de que estaba moralmente incapacitada para llevar y gozar una vida
auténticamente hogareña. De esta suerte, Pera sólo se quedó a vivir o malvivir
con ella. Eso sí, para la fortuna y ligero respiro de ambos niños, desde
mediados de abril de 1946 y hasta la primera decena de junio de 1952, habían
pasado cada sábado y cada domingo con sus padrinos y tíos paternos Guadalupe
Ruiloba y Carlos Tello, en la casa que tenían a tres cuadras de la Plaza
México. En ocasiones y por circunstancias muy diversas, habían disfrutado con
ellos también algunos días entre semana o algunas horas en tales días.
Y si bien la pobre Pera se había
llevado la peor parte viviendo al lado de su madre, para Toñito las cosas
tampoco habían sido fáciles en Hamburgo 126. Para empezar, una vez que cumplió
su primer año de vida, la abuela ya no permitió que su nana Chayo lo siguiera
bañando dentro de sus lujosos baños, sino afuera, a la intemperie, en los
lavaderos que estaban tras el muro del despacho lóbrego, lleno de polvo y
telarañas, y donde no entraba nadie más que la anciana multimillonaria de ojos
grises y frialdad imperturbable. Ese despacho inmenso guardaba en dos cajas
fuerte toda la documentación y los valores que acreditaban la fortuna de una
frágil figura que terminó en dura mujer.
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