jueves, 6 de diciembre de 2012

Entrada 12





La fachada de piedra, revestida con un rico labrado, parecía haber sido arrancada de  cualquier palacete de la Avenida de los Campos Elíseos, pero lo que sí es cierto es que los frescos que decoraban los techos del vestíbulo, el comedor y las dos salas habían sido traídos ex profeso de Francia. Lujo y dinero no escatimó al edificarla el general Videgaray Pérez, ingeniero egresado del  Colegio Militar, nativo de Jalisco e hijo de un hacendado al que un  jornalero mató de una puñalada por la espalda, de ahí su odio profundo –y el de su esposa e hijos también- a los campesinos y a los indios de México.
Pero tanto lujo y comodidad a los niños Ruiloba no les significaba nada. Absolutamente nada, sobre todo a Toñito, quien había vivido sus primeros seis años al lado de la abuela y tenía tan sólo unas semanas de haber sido recogido por su madre. A raíz del divorcio en noviembre de 1945 de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba, y de la huída de éste a Los Angeles, madre e hija acordaron que cuando naciera el producto (que no sabían si sería niño o niña), viviría con la abuela al menos hasta que ingresara a la primaria, pues la madre no podría ocuparse de él, ya que tendría que atender sus negocios, que consistían en la administración de casas de vecindad y edificios. Era dueña de dos edificios, uno en la Calle de Esperanza número 2 y otro en Hamburgo 292, así como de dos vecindades en la Calle de Vizcaínas y una tercera en la Calle de Guanajuato casi esquina con la de Mérida. Igualmente, poseía dos grandísimos terrenos sobre la Avenida Dr. Río de la Loza. Todas estas propiedades fueron herencia de su padre, el general Alfredo Videgaray, hombre de vasta fortuna que en 1911 le “pegó” al “gordo” de la Lotería Española, con lo que acabó de montarse en los cuernos de la luna.
Entre su alcoholismo y la atención personal y detallada que prestaba a sus cinco bienes inmuebles (litigios en tribunales, cobro de rentas, reparaciones de los departamentos, lanzamiento de inquilinos morosos, etcétera), no le quedaba tiempo para atender su hogar, amén de que estaba moralmente incapacitada para llevar y gozar una vida auténticamente hogareña. De esta suerte, Pera sólo se quedó a vivir o malvivir con ella. Eso sí, para la fortuna y ligero respiro de ambos niños, desde mediados de abril de 1946 y hasta la primera decena de junio de 1952, habían pasado cada sábado y cada domingo con sus padrinos y tíos paternos Guadalupe Ruiloba y Carlos Tello, en la casa que tenían a tres cuadras de la Plaza México. En ocasiones y por circunstancias muy diversas, habían disfrutado con ellos también algunos días entre semana o algunas horas en tales días.
Y si bien la pobre Pera se había llevado la peor parte viviendo al lado de su madre, para Toñito las cosas tampoco habían sido fáciles en Hamburgo 126. Para empezar, una vez que cumplió su primer año de vida, la abuela ya no permitió que su nana Chayo lo siguiera bañando dentro de sus lujosos baños, sino afuera, a la intemperie, en los lavaderos que estaban tras el muro del despacho lóbrego, lleno de polvo y telarañas, y donde no entraba nadie más que la anciana multimillonaria de ojos grises y frialdad imperturbable. Ese despacho inmenso guardaba en dos cajas fuerte toda la documentación y los valores que acreditaban la fortuna de una frágil figura que terminó en dura mujer.

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