viernes, 7 de diciembre de 2012

Entrega 13



Toñito titiritaba de frío cada vez que lo bañaba su nana Chayo en los lavaderos, precisamente situados en la  parte más estrecha, húmeda y musgosa de los dos jardines que rodeaban a la mansión. Es decir, entre el muro del despacho y el muro que delimitaba la residencia contigua. Entre ambos muros había una distancia de apenas tres metros. Era una especie de pequeño corredor que nacía en la reja que daba a la calle de Hamburgo y terminaba donde se abría, se expandía a toda plenitud, frente a la capilla y el comedor, el hermoso jardín inglés, siempre bien podado y regado, lleno de flores de todo tipo: gardenias, perritos, claveles, crisantemos, margaritas, dalias, pensamientos, hortensias, rosas, entre otras. Cuando le tocaba baño al niño, la gente que pasaba caminando invariablemente volteaba a ver y muchos suponían que era el hijo de la sirvienta que lo bañaba, cuantimás que Chayo era blanca, robusta y alta, amén de que a nadie se le ocurriría pensar ni por un  segundo que se trataba de un nieto de la dueña de semejante palacete. La realidad siempre irá adelante de la fantasía.
Como consecuencia de esos baños a la intemperie (fuera primavera, verano, otoño o invierno), antes de los tres años de edad Toñito empezó a padecer de bronquitis asmatiformi. En sentido estricto, el hijo de Esperanza Videgaray habitaba en Hamburgo 126, pero no vivía, no convivía con Esperanza Salas, pues la abuela nunca se ocupaba de él, como tampoco su madre.
 Por la incuria de las dos mujeres, que además eran avaras en grado superlativo, el niño fue contagiado de tiña a los cinco años de edad en la peluquería más humilde, antihigiénica y barata que en toda la Colonia Juárez las dos millonarias pudieron encontrar para que ahí mensualmente le fuese cortado el cabello. Cuando finalmente tuvo que ser llevado ante un dermatólogo para que lo tratara, la pobre criatura fue sometida a un tormento, pues para erradicar ese tipo de infección el primer paso, ineludible, era arrancar de raíz, no rasurar o rapar, el pelo. Sus gritos de dolor calaban hondo. Pero aun así, en medio de su sufrimiento, involuntariamente el niño en un momento determinado hizo reír por un segundo al médico que se había convertido en su verdugo:
-¡Escuincle!, le gritó Toñito lleno de rabia, suponiendo tal vez que era el gran insulto con el que vengaría su padecer.
-Dios te oyera, hijo, le contestó el galeno, resignado.
Los días que el infante se llevó para su cura total, días en los cuales se le untaba en toda la cabeza pelona, cada ocho horas, una pomada antimicótica que recetó el doctor, ni su madre ni su abuela se acercaron  a él por temor a un contagio o por asco, pues el olor del medicamento era bastante repulsivo.

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