Toñito titiritaba de frío cada vez
que lo bañaba su nana Chayo en los lavaderos, precisamente situados en la parte más estrecha, húmeda y musgosa de los
dos jardines que rodeaban a la mansión. Es decir, entre el muro del despacho y
el muro que delimitaba la residencia contigua. Entre ambos muros había una
distancia de apenas tres metros. Era una especie de pequeño corredor que nacía
en la reja que daba a la calle de Hamburgo y terminaba donde se abría, se
expandía a toda plenitud, frente a la capilla y el comedor, el hermoso jardín
inglés, siempre bien podado y regado, lleno de flores de todo tipo: gardenias,
perritos, claveles, crisantemos, margaritas, dalias, pensamientos, hortensias,
rosas, entre otras. Cuando le tocaba baño al niño, la gente que pasaba
caminando invariablemente volteaba a ver y muchos suponían que era el hijo de
la sirvienta que lo bañaba, cuantimás que Chayo era blanca, robusta y alta,
amén de que a nadie se le ocurriría pensar ni por un segundo que se trataba de un nieto de la dueña
de semejante palacete. La realidad siempre irá adelante de la fantasía.
Como consecuencia de esos baños a la
intemperie (fuera primavera, verano, otoño o invierno), antes de los tres años
de edad Toñito empezó a padecer de bronquitis asmatiformi. En sentido estricto,
el hijo de Esperanza Videgaray habitaba en Hamburgo 126, pero no vivía, no
convivía con Esperanza Salas, pues la abuela nunca se ocupaba de él, como
tampoco su madre.
Por la incuria de las dos mujeres, que además
eran avaras en grado superlativo, el niño fue contagiado de tiña a los cinco
años de edad en la peluquería más humilde, antihigiénica y barata que en toda
la Colonia Juárez las dos millonarias pudieron encontrar para que ahí mensualmente
le fuese cortado el cabello. Cuando finalmente tuvo que ser llevado ante un
dermatólogo para que lo tratara, la pobre criatura fue sometida a un tormento,
pues para erradicar ese tipo de infección el primer paso, ineludible, era
arrancar de raíz, no rasurar o rapar, el pelo. Sus gritos de dolor calaban
hondo. Pero aun así, en medio de su sufrimiento, involuntariamente el niño en
un momento determinado hizo reír por un segundo al médico que se había
convertido en su verdugo:
-¡Escuincle!, le gritó Toñito lleno
de rabia, suponiendo tal vez que era el gran insulto con el que vengaría su
padecer.
-Dios te oyera, hijo, le contestó el
galeno, resignado.
Los días que el infante se llevó
para su cura total, días en los cuales se le untaba en toda la cabeza pelona,
cada ocho horas, una pomada antimicótica que recetó el doctor, ni su madre ni
su abuela se acercaron a él por temor a
un contagio o por asco, pues el olor del medicamento era bastante repulsivo.
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