Pero eso no fue todo. Los jardines que la rodeaban
fueron sustituidos por pisos de mosaico, para que así no se generaran insectos
ni cualquier clase de bichos que pudieran introducirse a la casa. Y sin el
mínimo respeto a su arquitectura de impecable estilo californiano, los balcones
interiores que se asomaban de las habitaciones del segundo piso al vestíbulo
fueron derruidos, para ganar espacio en los muros, que se revestían con
pinturas de grandes dimensiones. Literalmente, hasta el último centímetro
cuadrado de paredes y muros fue ocupado por los cuadros. También, para que la
luz solar no los dañara, los grandes ventanales que la captaban y difundían sus
rayos en el multicitado vestíbulo, fueron cubiertos con mayúsculos cortinajes
que una vez que oscurecía eran removidos hasta que clareaba el siguiente día.
Y para que por igual maderas y telas no llegaran a ser
víctimas de la polilla, bolsitas rojas de franela, repletas de bolitas de
naftalina, había escondidas por docenas en todos los rincones de la casa.
Naturalmente, el olor distintivo, el inconfundible olor de Atlanta 188, que
llegaba hasta la calle y hacía que los transeúntes voltearan a ella por mandato
imperioso de su olfato, era el de la ¡naftalina!
Y a ese mundo de orden, de gusto por las cosas bellas,
tranquilo, sin sobresaltos, era al que se asomaban en radical y dramático
contraste hebdomadariamente Pera y Toñito. Si las mañanas sabatinas eran
maravillosas en Chapultepec, las tardes no les envidiaban nada. Tras la comida
servida de inmediato cuando a las tres o cuatro de la tarde arribaban y que comprendía
invariablemente primero la sopa aguada, luego la sopa seca, más dos guisados,
para rematar con frutas, primero, y dulce, después, seguía todo el protocolo de
asearse la boca, peinarse (a Toñito lo peinaba la tía Lupe de rayita y con
limón para que quedara impecable)…..y ¡cambiarse de ropa!
Sí. La tía Lupe les tenía en Atlanta un guardarropa
para salir, fino y a la última moda que dictaban las mejores tiendas para niños
de la Ciudad de México. También se calzaban igualmente sus respectivos zapatos
de charol, brillantes a más no poder. Y pareciera que eso era el colmo de la
sofisticación o la frivolidad, pera la realidad era muy otra: Ni Esperanza
Videgaray ni Esperanza Salas se preocupaban y mucho menos ocupaban de que los
niños tuvieran algo que ponerse en buen estado. Siempre vestían ropa que ya les
quedaba chica o estaba recosida más de una vez por Jerónima o por Chayo, a
veces la traían rota o sucia o arrugada. O de plano tanta lavada y
planchada habían hecho que ya diera de
sí, que a todas luces se viera ya bien gastada. Ciertamente carecían de ropa
presentable. Y no se diga de calzado, siempre andaban como su tío materno,
Alfredo, en puras chanclas.
Junto con la ropa y el calzado, venían igualmente las
alhajitas: sus respectivas cadenitas y medallitas de oro de veinticuatro
quilates, con la imagen de la guadalupana en el anverso, y grabada en el
reverso la leyenda: “De tus padrinos Lupita y Carlos que tanto te quieren”.
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