Luego de recogerlos en la casa de su
abuela materna, era la ida de cajón al Bosque de Chapultepec. Toñito y Pera
sencillamente estallaban de alegría. Antes que nada los globos, una y hasta
tres compras distintas, pues siempre se les iban al cielo o se desinflaban
antes de tiempo. Acto seguido los algodones
o los barquillos del carrito de helados, después la maquinita, a la que
también se subía el tío Carlos, y para rematar, finalmente, con su infaltable
chicharrón en la mano, la entrada al zoológico.
Las jaulas de los changos, los patios
de los tigres, leones y elefantes, el
estanque de los osos polares, las señoriales jirafas, la sección de ofidios, la
de aves de rapiña, en fin, todo lo visitaban, todo lo admiraban. Se llenaban
los ojos de vida animal, aunque fuera vida cautiva, por ello mismo truncada, y
tal vez llegaban a pensar o a sentir que poco o nada los diferenciaba, pues
ellos igualmente eran víctimas de un cautiverio y trunca tenían ya una
existencia normal.
Entre las tres y las cuatro de la
tarde llegaban al número 188 de la Calle Atlanta, en la Colonia Nochebuena, a
cuatro cuadras de la Plaza México. La casa, pintada toda de blanco y con tejas
rojas, con torreón y con herrería rebuscada en sus ventanas arqueadas, era una
de las típicas residencias de arquitectura estilo californiano que estaban moda
en los fraccionamientos desarrollados simultáneamente al sur y al norte de la
Avenida Insurgentes. De ahí la similitud estética de dos colonias antípodas: la
Del Valle y la Lindavista.
La casa de los tíos, si bien podría
caber cuatro veces en la de la matriarca de los Videgaray, no por ello dejaba
de ser una casa grande, amén de una gran casa. Carlos y Lupe la decoraron y
enriquecieron personalmente, no como el general Videgaray y Esperanza Salas
Gómez de la Torre, quienes contrataron a una compañía neoyorquina para decorar
los interiores y amueblar la mansión de Hamburgo 126, pues realmente la cultura
y el buen gusto no iba con ellos, todo lo arreglaban y solucionaban con dinero,
mucho dinero.
La casa de Atlanta 188 contaba con
una respetable pinacoteca con cuadros europeos de los siglos XVIII y XIX,
particularmente holandeses, franceses y españoles, que los ancestros de Carlos
Tello habían adquirido en el viejo continente a través de sus múltiples viajes
allá. Se trataba de una familia radicada en Puebla desde 1850, muy rica, muy
culta y que definitivamente eran coleccionistas profesionales de obras de arte.
Por su parte, Guadalupe Ruiloba González Misa provenía de una familia española,
también coleccionista, pero en mucho menor escala. Tal como su marido, contaba
ella con un cultivado buen gusto y en un larguísimo viaje a Europa, que duró
ocho meses, el matrimonio supo hacerse de exquisiteces francesas e italianas,
que sabían exhibir de manera refinada.
Más que casa habitación, Atlanta 188
parecía un museo, un estuche de monerías. Los tíos vivían en función de sus
cosas, no las cosas para placer o servicio de los tíos. Por ejemplo, para que
ni la mínima partícula de polvo dañara
al piano Bechstein de cola larga al que cubría un mantón de Manila, y que se
hallaba en el vestíbulo de la residencia, mandaron tapar la chimenea. No sólo se
selló su salida con un capelo de lámina, sino que todo el tiro fue rellenado de
cemento. Y así, después de años de que su hogar fuera punto de reunión de las
personas y proveedor de calor para un vestíbulo de amplias dimensiones, la
pobre chimenea acabó como mera decoración. Como esas mujeres que se secan sin
jugos que compartir. La casa, construida en 1941, alojó a una embajada
sudamericana, hasta que en 1946 la adquirió Carlos Tello.
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