lunes, 31 de diciembre de 2012

Entrada 37



 Carlos y Lupe llevaron a bautizar a ambos niños. A Pera, en condiciones de alegría, normales, típicas, con la presencia de sus padres Antonio Ruiloba y Esperanza Videgaray, que tenían un año de casados en 1941; y a Toñito, en condiciones de amargura, anormales, atípicas, con la ausencia de ambos progenitores, que ya tenían meses de divorciados en 1946, y gracias a la intercesión del padre Franco y del Chino Joe, quienes lograron convencer a Esperanza de que condescendiera a la vehemente solicitud de Lupe y Carlos y les permitiera bautizar a Toñito. Además de que la criatura les despertaba cariño, ternura y compasión, pues había sido sietemesino, por lo cual se había pasado tres meses en una incubadora del Hospital Inglés entre la vida y la muerte, los tíos, más que católicos, eran verdaderos mochos.

Una vez acicalados y echando tiros de guapos y bien trajeados, los niños junto con sus tíos se iban al cine o al circo o a ver la iluminación del centro de la ciudad, fuera septiembre con sus fiestas patrias, fuera diciembre con las navidades. A más tardar regresaban a Atlanta como a las nueve de la noche, cenaban sus dos tazas de chocolate “Canónigos” o ya de perdida “Escudo de Orizaba”, los dos chocolates de mesa más caros del mercado, acompañadas de toda clase, para escoger, de olores, colores, formas y sabores confundidos en una auténtica canasta de bizcochos: chamucos, borrachos, chilindrinas, monjas, gendarmes, alamares, conchas, hojaldras, magdalenas, cocoles, orejas, besos, rejas, cuernos……..

Las cenas transcurrían en el más agradable de los ambientes, buscando los dos niños a toda costa atraer la atención de sus tíos para comentarles como discos rayados su opinión sobre las películas, o los payasos, o la iluminación, etcétera. A diferencia de las comidas, Toñito se comportaba siempre muy bien en las cenas. Durante las comidas, nunca fallaba: se guardaba en la boca el alimento sólido y jamás lo pasaba, hasta que una bola en el cachete estaba a punto de estallar. Si no se le concedía su capricho no se tragaba nada: que una sirvienta lo llevara, o de preferencia el mozo Samuel, a la cochera a ver, sentado unos cinco minutos en un banquito, el carro de la casa (el Pontiac y antes de éste, un  Cadillac negro, con sus llantas de cara blanca y una impresionante parrilla).

Terminada la cena, su tía les ponía sus piyamas (parte también del guardarropa que les había comprado), les platicaba lo que iban a hacer al día siguiente, domingo (que siempre era lo mismo), los bendecía y junto con Carlos les daba su beso de las buenas noches, primero a Pera y luego a Toñito. Los hermanitos dormían solos, cada uno en una recámara. Si algo sobraba en Atlanta 188, eran recámaras. Eran cuatro y los tíos no tenían hijos.

El domingo no les resultaba a los niños muy alegre, pero tampoco era un desastre. Después del desayuno,  la ida a la misa, donde se aburrían a más no poder, y sólo encontraban el pequeño gusto de que les compraran a la salida, con los vendedores que siempre ofrecían diversa mercancía, juguetitos de todo tipo. Para Toñito, carritos, luchadores, pistolas de agua, trompos, baleros, yo-yos. Para Pera, muñequitas, cocinitas, juegos de té, ollas, cacerolitas, figurines de vestidos de papel para recortar y vestir a las muñecas de cartoncillo.

Tras ello regresaban a la casa y accedían a lo más esperado: ¡los juguetes!, ¡sí!, ¡pero los de verdad! Toda la semana  permanecían celosamente guardados y hasta el mediodía del domingo se los sacaban para jugar, toda vez que se habían puesto nuevamente la ropa con la que habían salido de Hamburgo 126, para no ensuciar ni “echar a perder la buena”, como decía la tía Lupe. El triciclo, el tren eléctrico, soldados franceses de la época de Napoleón con todo y sus cañones, o americanos y alemanes de la Segunda Guerra Mundial con sus ambulancias, tanques, helicópteros y aviones, volvían loco a Toñito, al que nunca le alcanzaba el tiempo de jugar con todos. Mientras que Pera sacaba a “pasear” a alguna de sus diez o más muñecas o hacía la “comidita” en su batería de cocina de aluminio reluciente, o también se montaba en su triciclo o jugaba en su fabulosa casita de muñecas.

Ese día sí comían lo más rápido que podían, para zafarse de la mesa y como desesperados que buscan agua en el desierto, irse otra vez sobre los juguetes antes de que dieran las cuatro y media de la tarde, momento en el cual debían de recoger y guardar todo su regadero y luego soplarse la clase de catecismo de la tía Lupe, para regresar a Hamburgo 126 en punto de las seis de la tarde.

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