martes, 1 de enero de 2013

Entrada 38



Los tíos rehuían cualquier conflicto con Esperanza. Por eso mismo habían instruido una y mil veces a los niños a que guardaran en el más absoluto de los secretos lo de sus medallitas de oro, lo de su guardarropa, los zapatos de charol y los juguetes caros comprados en la “Juguetería ARA”. Sólo podían llevarse con ellos las baratijas que les compraban afuera de las iglesias o a los vendedores en Chapultepec o los juguetes más o menos baratos que provenían de alguna de las “Dulcerías Larín”, como la regadera, la palita roja de madera, el casco, la espada y el tambor de Toñito, o un bebé de Pera, al que mediante una mamila se le daba a “beber” agua que luego salía por un orificio en la entrepierna, por lo que había que “cambiarle los pañales”, o una plancha que al deslizarse sobre la ropa, “planchándola”, emitía una tonadilla muy pegajosa.

-Tita, ¿y por qué la ropa bonita que nos compraron mi Tito y tú no nos la podemos llevar puesta?, preguntó Toñito en alguna ocasión, intrigado por tal absurdo.

-¡Sí Tita, por favor, nos la queremos llevar!, apoyó Pera a su hermano, pues  le pareció una solicitud sensata.

-¡No!, contestó tajante la tía Lupe, para proceder en un más suave tono de voz a explicarles que su madre y su abuela eran muy ricas y tenían mucho dinero, y que se les malacostumbraría a que no asumieran su responsabilidad, pues de por sí eran muy avaras, muy “codas”.

Tenía toda la razón del mundo. A leperada y media, durante sus borracheras, Esperanza solía recriminar a la pobre Pera: “¡Pinche cabrona!, ¿cuándo le vas a decir a la puta Lupe que te compre ropa, si al pendejo del Carlitos le ha sacado todo el dinero del mundo para los muertos de hambre Ruiloba?, ¡que no se haga pendeja!, ¿por qué tengo que pagar todo yo, si su pinche hermano fue el que te engendró, el que me metió la verga?”. Y la abuela, por su parte, colmilluda y mesuradamente le decía a Toñito: “¿No se han fijado tus padrinos cómo se te salen los dedos en la punta de los calcetines? Deberías enseñárselos, a ver si te compran, ya te hacen falta”.

Lo cierto es que Pera y Toñito tenían y vivían dos vidas, sufrían partidos entre dos realidades, hasta el infausto lunes 13 de junio de 1952. Infortunado para ellos y sus padrinos.


CAPITULO 4
 

La vida en Cerrada de Hamburgo podría decirse que transcurría en inglés. Esperanza, si no hablaba la mayor parte del tiempo en inglés, sí pensaba en gringo, sentía en gringo y se había insertado en un círculo de amistades que compartían dos características: ser alcohólicos y estadounidenses, o al menos pro yanquis, para acabar pronto. Así, a Joe Mulayo, Rosita Domínguez y Eduardo del Trigal Condé, se añadieron los americanos Herta Woolverich, Joe y Marge Dunkley, Rupert y Diana Young, el finés Arni Himanen,  el sueco Nils Paulsen y el mexicano Tony Medrano. Cada uno tenía su historia, y ¡vaya qué historias!

Todas las mañanas de lunes a viernes las destinaba Esperanza, siempre con el abogado Víctor Gómez, a comparecer en tribunales, a acudir a lanzamientos de inquilinos morosos o a buscar y contactar en lo oscurito a actuarios, secretarios y jueces de distintos juzgados, sencillamente para cohecharlos. Tanto Gómez, como ella, presumían en sus borracheras compartidas, pero siempre financiadas por Esperanza, que jamás habían perdido un juicio. Claro está que también se daba ella el necesario tiempo para contratar y vigilar el trabajo de los albañiles, plomeros, electricistas y carpinteros que continuamente ocupaba para el mantenimiento de sus inmuebles de productos. Y a todo esto se añadía, también por las mañanas de la primera semana de cada mes, el pasar por las rentas que los respectivos porteros en cada propiedad ya le tenían listas.

Cuando en alguna de sus propiedades había obra mayor de albañilería, no dudaba en treparse a los andamios o subirse por las escaleras provisionales de madera de los alarifes, para así supervisar personalmente el avance del trabajo o que nadie se robara el material comprado por ella personalmente. Por tales andanzas, en 1943 sufrió un accidente que le provocó que su segunda hija, María Encarnación, naciera muerta (“para fortuna de la pobre inocentita”, comentaría Guadalupe Ruiloba, quien siempre se opuso al matrimonio de su hermano Antonio con Esperanza Videgaray, pues no quería “emparentar con locos”).

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