Los tíos rehuían cualquier conflicto con Esperanza.
Por eso mismo habían instruido una y mil veces a los niños a que guardaran en
el más absoluto de los secretos lo de sus medallitas de oro, lo de su
guardarropa, los zapatos de charol y los juguetes caros comprados en la
“Juguetería ARA”. Sólo podían llevarse con ellos las baratijas que les
compraban afuera de las iglesias o a los vendedores en Chapultepec o los
juguetes más o menos baratos que provenían de alguna de las “Dulcerías Larín”,
como la regadera, la palita roja de madera, el casco, la espada y el tambor de
Toñito, o un bebé de Pera, al que mediante una mamila se le daba a “beber” agua
que luego salía por un orificio en la entrepierna, por lo que había que
“cambiarle los pañales”, o una plancha que al deslizarse sobre la ropa,
“planchándola”, emitía una tonadilla muy pegajosa.
-Tita, ¿y por qué la ropa bonita que nos compraron mi
Tito y tú no nos la podemos llevar puesta?, preguntó Toñito en alguna ocasión,
intrigado por tal absurdo.
-¡Sí Tita, por favor, nos la queremos llevar!, apoyó
Pera a su hermano, pues le pareció una
solicitud sensata.
-¡No!, contestó tajante la tía Lupe, para proceder en
un más suave tono de voz a explicarles que su madre y su abuela eran muy ricas
y tenían mucho dinero, y que se les malacostumbraría a que no asumieran su
responsabilidad, pues de por sí eran muy avaras, muy “codas”.
Tenía toda la razón del mundo. A leperada y media,
durante sus borracheras, Esperanza solía recriminar a la pobre Pera: “¡Pinche
cabrona!, ¿cuándo le vas a decir a la puta Lupe que te compre ropa, si al
pendejo del Carlitos le ha sacado todo el dinero del mundo para los muertos de
hambre Ruiloba?, ¡que no se haga pendeja!, ¿por qué tengo que pagar todo yo, si
su pinche hermano fue el que te engendró, el que me metió la verga?”. Y la
abuela, por su parte, colmilluda y mesuradamente le decía a Toñito: “¿No se han
fijado tus padrinos cómo se te salen los dedos en la punta de los calcetines?
Deberías enseñárselos, a ver si te compran, ya te hacen falta”.
Lo cierto es que Pera y Toñito tenían y vivían dos
vidas, sufrían partidos entre dos realidades, hasta el infausto lunes 13 de
junio de 1952. Infortunado para ellos y sus padrinos.
CAPITULO 4
La vida en Cerrada de Hamburgo podría decirse que
transcurría en inglés. Esperanza, si no hablaba la mayor parte del tiempo en
inglés, sí pensaba en gringo, sentía en gringo y se había insertado en un
círculo de amistades que compartían dos características: ser alcohólicos y
estadounidenses, o al menos pro yanquis, para acabar pronto. Así, a Joe Mulayo,
Rosita Domínguez y Eduardo del Trigal Condé, se añadieron los americanos Herta
Woolverich, Joe y Marge Dunkley, Rupert y Diana Young, el finés Arni
Himanen, el sueco Nils Paulsen y el
mexicano Tony Medrano. Cada uno tenía su historia, y ¡vaya qué historias!
Todas las mañanas de lunes a viernes las destinaba
Esperanza, siempre con el abogado Víctor Gómez, a comparecer en tribunales, a
acudir a lanzamientos de inquilinos morosos o a buscar y contactar en lo
oscurito a actuarios, secretarios y jueces de distintos juzgados, sencillamente
para cohecharlos. Tanto Gómez, como ella, presumían en sus borracheras
compartidas, pero siempre financiadas por Esperanza, que jamás habían perdido
un juicio. Claro está que también se daba ella el necesario tiempo para
contratar y vigilar el trabajo de los albañiles, plomeros, electricistas y
carpinteros que continuamente ocupaba para el mantenimiento de sus inmuebles de
productos. Y a todo esto se añadía, también por las mañanas de la primera
semana de cada mes, el pasar por las rentas que los respectivos porteros en
cada propiedad ya le tenían listas.
Cuando en alguna de sus propiedades había obra mayor
de albañilería, no dudaba en treparse a los andamios o subirse por las
escaleras provisionales de madera de los alarifes, para así supervisar
personalmente el avance del trabajo o que nadie se robara el material comprado
por ella personalmente. Por tales andanzas, en 1943 sufrió un accidente que le
provocó que su segunda hija, María Encarnación, naciera muerta (“para fortuna
de la pobre inocentita”, comentaría Guadalupe Ruiloba, quien siempre se opuso
al matrimonio de su hermano Antonio con Esperanza Videgaray, pues no quería
“emparentar con locos”).
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