martes, 4 de diciembre de 2012

Entrega 10




Los altos muros grises, los lamparones que pendían del techo, el rítmico tecleo de las Remington, las bachichas y gargajos que por doquier decoraban el piso, las risotadas que algún buen chiste colorado provocaba en algunos de los ahí presentes, se fotografiaban con  fidelidad en la mente de Toñito para no borrarse jamás. Pero por sobre cualquier otra cosa, registraba y registraría por el resto de su vida, la mirada triste, perdida, de Pera, y los gritos destemplados, audibles a dos pisos de distancia, de su madre: ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!......
Hacia las once de la noche Esperanza fue conducida ante la presencia del Ministerio Público para declarar. Ahí, súbitamente se zafó del policía que la custodiaba y arrancó de las  manos de Jerónima a Pera y Toñito. Ante la sorpresa de todos, primero levantó el vestidito de su hija de diez años y dirigiéndose hacia el escritorio donde estaba el funcionario judicial empezó a cuestionarlo a gritos: ¿dónde están los golpes?, ¿dónde están las huellas de los golpes que le metí a mi hija?, ¿dónde están las pruebas de que la maltraté? Acto seguido le quitó a Toñito su suéter y mostrando sus bracitos procedió de igual manera: ¿hay señales de golpes?, ¿dónde están los golpes?, ¿de qué me acusan entonces?, ¿por qué me encerraron?, ¿por qué? Con cada pregunta zarandeaba los bracitos de Toñito, hasta que su celador, tardíamente repuesto de la sorpresa, la apartó de sus hijos, mientras que el Ministerio Público le advertía a todo pulmón: ¡señora, o se comporta o la encierro!
La capacidad histriónica de Esperanza, su mutación de ebria en sobria, instantánea casi, volvía científico el dicho aquel de que no hay loco que trague lumbre. Su perversidad era tal.
Escondido tras las fumarolas de su cigarrillo, Víctor Gómez, el abogado yucateco de Esperanza Videgaray, estaba igualmente presente en la diligencia, tras de que las autoridades permitieron a la detenida hacer sólo una llamada para solicitar el auxilio de su representante legal. Con todo el colmillo del mundo, sin inmutarse, el licenciado Gómez, de tez blanca, cabeza maya, pelo muy rizado y abundante bigote, chaparro y buen bebedor, amigo de Esperanza desde que ambos cursaban el primer año en la Escuela Libre de Derecho, observaba. Cuando la mujer fue regresada a su celda, Gómez se acercó al tío Carlos para recordarle que Esperanza tenía la patria potestad sobre ambas criaturas, que no hubo maltrato físico alguno y que sería prudente que no se metiera en lo que no era de su incumbencia. Eso sí, hacia la medianoche le pidió de favor que entregara a los niños en Hamburgo 126, con su abuela materna, quien ya estaba apercibida de que se los llevarían para que pudieran pasar la noche ahí, pues Gómez no sabía exactamente cuánto tiempo más pasaría su clienta y amiga detenida en la Delegación.

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