Los altos muros grises, los
lamparones que pendían del techo, el rítmico tecleo de las Remington, las
bachichas y gargajos que por doquier decoraban el piso, las risotadas que algún
buen chiste colorado provocaba en algunos de los ahí presentes, se
fotografiaban con fidelidad en la mente
de Toñito para no borrarse jamás. Pero por sobre cualquier otra cosa,
registraba y registraría por el resto de su vida, la mirada triste, perdida, de
Pera, y los gritos destemplados, audibles a dos pisos de distancia, de su
madre: ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de
aquí!, ¡sáquenme de aquí!......
Hacia las once de la noche Esperanza
fue conducida ante la presencia del Ministerio Público para declarar. Ahí,
súbitamente se zafó del policía que la custodiaba y arrancó de las manos de Jerónima a Pera y Toñito. Ante la
sorpresa de todos, primero levantó el vestidito de su hija de diez años y
dirigiéndose hacia el escritorio donde estaba el funcionario judicial empezó a
cuestionarlo a gritos: ¿dónde están los golpes?, ¿dónde están las huellas de
los golpes que le metí a mi hija?, ¿dónde están las pruebas de que la maltraté?
Acto seguido le quitó a Toñito su suéter y mostrando sus bracitos procedió de
igual manera: ¿hay señales de golpes?, ¿dónde están los golpes?, ¿de qué me
acusan entonces?, ¿por qué me encerraron?, ¿por qué? Con cada pregunta
zarandeaba los bracitos de Toñito, hasta que su celador, tardíamente repuesto
de la sorpresa, la apartó de sus hijos, mientras que el Ministerio Público le
advertía a todo pulmón: ¡señora, o se comporta o la encierro!
La capacidad histriónica de
Esperanza, su mutación de ebria en sobria, instantánea casi, volvía científico
el dicho aquel de que no hay loco que trague lumbre. Su perversidad era tal.
Escondido tras las fumarolas de su
cigarrillo, Víctor Gómez, el abogado yucateco de Esperanza Videgaray, estaba
igualmente presente en la diligencia, tras de que las autoridades permitieron a
la detenida hacer sólo una llamada para solicitar el auxilio de su
representante legal. Con todo el colmillo del mundo, sin inmutarse, el
licenciado Gómez, de tez blanca, cabeza maya, pelo muy rizado y abundante
bigote, chaparro y buen bebedor, amigo de Esperanza desde que ambos cursaban el
primer año en la Escuela Libre de Derecho, observaba. Cuando la mujer fue
regresada a su celda, Gómez se acercó al tío Carlos para recordarle que
Esperanza tenía la patria potestad sobre ambas criaturas, que no hubo maltrato
físico alguno y que sería prudente que no se metiera en lo que no era de su
incumbencia. Eso sí, hacia la medianoche le pidió de favor que entregara a los
niños en Hamburgo 126, con su abuela materna, quien ya estaba apercibida de que
se los llevarían para que pudieran pasar la noche ahí, pues Gómez no sabía
exactamente cuánto tiempo más pasaría su clienta y amiga detenida en la
Delegación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario