Joe era majadero, lépero a más no
poder, irrespetuoso con cualquier persona, y cuando ya dormía “la mona”,
invariablemente le escurrían desde las
fosas nasales hasta el pecho sendas líneas paralelas de mocos verdes y blancos,
gelatinosos. Verlo provocaba vómito. Eso sí, siempre vestía saco sport, camisa
de lana a cuadros y corbata de moño. Su calzado y ropa eran indistintamente ingleses o americanos, pero
su pipa, su cachucha y sus palos de golf provenían obligadamente de la pérfida
Albión. Naturalmente, su perrita Emily era una distinguida scottish terrier.
Más o menos holgadamente vivía de su
pensión como veterano del ejército estadounidense durante la Primera Guerra
Mundial, así como de las pobres rentas que el ya menguado capital de su esposa
Rosita Domínguez, originaria de Comitán, Chiapas, producía. La historia de Joe
era de película. Muy joven y muy pobre emigró de Manila a Nueva York, se enroló
en el ejército gringo, lo mandaron a pelear a Francia y a las primeras de
cambio, el primer día, fue herido, hospitalizado, y luego regresado a Estados
Unidos y pensionado de por vida. Aventurero por naturaleza, logró ser
contratado como cocinero en un trasatlántico de lujo. En ese buque un día
regresaban de Rotterdam, Holanda, a la urbe de los rascacielos Rosita, que era
muy tonta, y su mamá, que lo era más, amén de millonaria.
Joe se las ingenió, se valió de mil
argucias y artificios para contactar a las dos chiapanecas, y haciéndose pasar
por banquero filipino con inversiones en medio mundo, literalmente enamoró a la
mamá y acabó casándose con la hija. Rosita contaba, ya también cuando se
encontraba muy borracha, que su madre la obligó a casarse con tan “buen”
partido, pues hasta su último suspiró creyó a pie juntillas que su yerno era un
banquero multimillonario, el futuro asegurado para su hija.
Ya radicados en la Ciudad de México
Joe y Rosita, aquél conoció al general Videgaray por azares del destino, volviéndose
compañeros de parrandas memorables que el general siempre financiaba, pero que
el filipino afortunado disfrutaba por igual. Con el paso de los años, aunque
detestado por Esperanza Salas, para sus
cuatro hijos se convirtió en el “tío”, por su carácter alegre y receptivo, que
siempre los escuchaba y a veces los escudaba ante los ataques de ira del
general, quien cuando se embriagaba llegaba a perseguir hasta con pistola en
mano a su esposa e hijos, los que acababan escondiéndose en algún lado, atemorizados
con justa razón. Tal vez en el general Videgaray estaba el origen de la
anormalidad y disfuncionalidad de dicha familia. Los cuatro hijos (desde
Alfredo que era el mayor y a quien apodaban “el Chanclas”, por calzar siempre
zapatos viejos y gastados, así como Ana, Arnulfo, a quien por su estatura elevada
denominaban “el Clavo”, y la más chica, Esperanza, quien era la consentida de
Videgaray y a la que por su delgadez cuando niña llamaban “Huesito”) mostraban
en su conducta cotidiana dejos de rarezas. Era común que la gente se refiriera
a los Videgaray Salas como “esa familia de locos”.
Cuando ese 14 de junio bajaron del
Chevrolet negro la tía Ana, la abuela Esperanza y los primos Nachín y Ana Rita,
a Toñito y Pera el piso pareció hundírseles. El miedo no lo podían ocultar. Uno
a uno fueron ascendiendo los peldaños de las escalera y el toc-toc en la puerta
de madera con doble chapa Yale los enfrentó a lo inevitable: el reencuentro con
la madre, la terrible Esperanza Videgaray Salas.
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