jueves, 13 de diciembre de 2012

Entrega 19



Joe era majadero, lépero a más no poder, irrespetuoso con cualquier persona, y cuando ya dormía “la mona”, invariablemente  le escurrían desde las fosas nasales hasta el pecho sendas líneas paralelas de mocos verdes y blancos, gelatinosos. Verlo provocaba vómito. Eso sí, siempre vestía saco sport, camisa de lana a cuadros y corbata de moño. Su calzado y ropa eran  indistintamente ingleses o americanos, pero su pipa, su cachucha y sus palos de golf provenían obligadamente de la pérfida Albión. Naturalmente, su perrita Emily era una distinguida scottish terrier.
Más o menos holgadamente vivía de su pensión como veterano del ejército estadounidense durante la Primera Guerra Mundial, así como de las pobres rentas que el ya menguado capital de su esposa Rosita Domínguez, originaria de Comitán, Chiapas, producía. La historia de Joe era de película. Muy joven y muy pobre emigró de Manila a Nueva York, se enroló en el ejército gringo, lo mandaron a pelear a Francia y a las primeras de cambio, el primer día, fue herido, hospitalizado, y luego regresado a Estados Unidos y pensionado de por vida. Aventurero por naturaleza, logró ser contratado como cocinero en un trasatlántico de lujo. En ese buque un día regresaban de Rotterdam, Holanda, a la urbe de los rascacielos Rosita, que era muy tonta, y su mamá, que lo era más, amén de millonaria.
Joe se las ingenió, se valió de mil argucias y artificios para contactar a las dos chiapanecas, y haciéndose pasar por banquero filipino con inversiones en medio mundo, literalmente enamoró a la mamá y acabó casándose con la hija. Rosita contaba, ya también cuando se encontraba muy borracha, que su madre la obligó a casarse con tan “buen” partido, pues hasta su último suspiró creyó a pie juntillas que su yerno era un banquero multimillonario, el futuro asegurado para su hija.
Ya radicados en la Ciudad de México Joe y Rosita, aquél conoció al general Videgaray por azares del destino, volviéndose compañeros de parrandas memorables que el general siempre financiaba, pero que el filipino afortunado disfrutaba por igual. Con el paso de los años, aunque detestado por  Esperanza Salas, para sus cuatro hijos se convirtió en el “tío”, por su carácter alegre y receptivo, que siempre los escuchaba y a veces los escudaba ante los ataques de ira del general, quien cuando se embriagaba llegaba a perseguir hasta con pistola en mano a su esposa e hijos, los que acababan escondiéndose en algún lado, atemorizados con justa razón. Tal vez en el general Videgaray estaba el origen de la anormalidad y disfuncionalidad de dicha familia. Los cuatro hijos (desde Alfredo que era el mayor y a quien apodaban “el Chanclas”, por calzar siempre zapatos viejos y gastados, así como Ana, Arnulfo, a quien por su estatura elevada denominaban “el Clavo”, y la más chica, Esperanza, quien era la consentida de Videgaray y a la que por su delgadez cuando niña llamaban “Huesito”) mostraban en su conducta cotidiana dejos de rarezas. Era común que la gente se refiriera a los Videgaray Salas como “esa familia de locos”.
Cuando ese 14 de junio bajaron del Chevrolet negro la tía Ana, la abuela Esperanza y los primos Nachín y Ana Rita, a Toñito y Pera el piso pareció hundírseles. El miedo no lo podían ocultar. Uno a uno fueron ascendiendo los peldaños de las escalera y el toc-toc en la puerta de madera con doble chapa Yale los enfrentó a lo inevitable: el reencuentro con la madre, la terrible Esperanza Videgaray Salas.

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