viernes, 14 de diciembre de 2012

Entrega 20



A la tercera vez que tocó  la tía Ana, Joe abrió la puerta e invitó a pasar a los seis visitantes. Primero entró Ana y en fila india la siguieron la abuela, Ana Rita, Nachín, Toñito y Pera, en ese orden. En el departamento el ventanal de la sala dejaba pasar un torrente de luz que pegaba directamente con el hogar de una chimenea todo el tiempo encendida, así estuviera la temperatura ambiente a treinta o más grados. La mezcla del humo de cigarros, el aroma de algún guiso calentándose en la cocina contigua a la sala-comedor, el olor propio de una botella de Bacardí destapada y de tres vasos de cubas a medio consumir, no resultó novedad para Toñito y Pera. Mil veces antes la habían absorbido. Ya adivinaban lo por venir.
-Aquí están tus hijos, le dijo con sequedad la abuela a Esperanza. Esta no contestó nada, y antes de que Joe cerrara la puerta, rápidamente la anciana dio media vuelta y seguida de Ana, Ana Rita y Nachín se fue del departamento. Ni saludó ni mucho menos se despidió de alguien. Como bultos fue y depositó a sus nietos Pera y Toñito. Segundos después se oyó que la puerta de cristal de la entrada del edificio fue azotada y las del Chevrolet se abrían y cerraban para luego escucharse la ignición del motor y el arrancón del carro.
Toñito y Pera se quedaron a su suerte. Mudos, agarraditos de la mano, mirando hacia el piso, a la vera del sillón colocado a la entrada, donde se sentaba Joe, los hermanitos semejaban esos condenados a muerte que inmóviles aguardan que el verdugo les coloque la soga en el cuello para ahorcarlos.
Aunque evadían su mirada, así como las de Rosita y Joe, sentían que los traspasaba la flamígera de su madre. Y en efecto, con un rostro lleno de odio y de desprecio, a pesar de la tremenda cruda que trataba de ocultar tras sus grandes anteojos oscuros y la blanqueada de su polvo facial, el carmín intenso del lápiz labial y sus cachetes excesivamente coloreados, Esperanza Videgaray Salas echaba miradas de lumbre a los dos pequeños, como si estos fueran culpables de algo. Los miraba con furia y rencor, luego levantaba la cabeza y daba una fumada a su cigarro. Daba una fumada a su cigarro y luego bajaba la cabeza para mirar a sus hijos con toda la furia y con todo el rencor de que era capaz. Así, durante varios, pesados, inacabables minutos. Más adelante daba un trago a su cuba, lloraba, se levantaba los anteojos, se secaba las lágrimas con el dorso de sus manos, para después tomar la bolsa y sacar de ella su típico pañuelo de color  blanco, salpicado del verde de mocos y el rojo del colorante labial. Una y otra vez se sucedían las secuencias de una misma escena.
De pronto: ¿ya están contentos cabrones?, ¿ya se chingaron a su madre como querían, hijos de puta?, ¿eso es lo que querían, chingarme?, ¿hasta el pinche puto de su tío Carlos tuvieron que traer, hijos de la chingada?, gritaba como tarabilla la mujer enloquecida, al tiempo que sus gritos y maldiciones las trataban de acallar Rosita y Joe con sus infructuosos llamados a la cordura y a la razón: Ya Esperanza, ya. Ya está bien, ya pasó todo. Tranquilízate. Calma. Be sport (algo así como perdiste, sé justa).

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