A la tercera vez que tocó la tía Ana, Joe abrió la puerta e invitó a
pasar a los seis visitantes. Primero entró Ana y en fila india la siguieron la
abuela, Ana Rita, Nachín, Toñito y Pera, en ese orden. En el departamento el
ventanal de la sala dejaba pasar un torrente de luz que pegaba directamente con
el hogar de una chimenea todo el tiempo encendida, así estuviera la temperatura
ambiente a treinta o más grados. La mezcla del humo de cigarros, el aroma de
algún guiso calentándose en la cocina contigua a la sala-comedor, el olor
propio de una botella de Bacardí destapada y de tres vasos de cubas a medio
consumir, no resultó novedad para Toñito y Pera. Mil veces antes la habían
absorbido. Ya adivinaban lo por venir.
-Aquí están tus hijos, le dijo con
sequedad la abuela a Esperanza. Esta no contestó nada, y antes de que Joe
cerrara la puerta, rápidamente la anciana dio media vuelta y seguida de Ana,
Ana Rita y Nachín se fue del departamento. Ni saludó ni mucho menos se despidió
de alguien. Como bultos fue y depositó a sus nietos Pera y Toñito. Segundos
después se oyó que la puerta de cristal de la entrada del edificio fue azotada
y las del Chevrolet se abrían y cerraban para luego escucharse la ignición del
motor y el arrancón del carro.
Toñito y Pera se quedaron a su
suerte. Mudos, agarraditos de la mano, mirando hacia el piso, a la vera del
sillón colocado a la entrada, donde se sentaba Joe, los hermanitos semejaban
esos condenados a muerte que inmóviles aguardan que el verdugo les coloque la
soga en el cuello para ahorcarlos.
Aunque evadían su mirada, así como
las de Rosita y Joe, sentían que los traspasaba la flamígera de su madre. Y en
efecto, con un rostro lleno de odio y de desprecio, a pesar de la tremenda
cruda que trataba de ocultar tras sus grandes anteojos oscuros y la blanqueada
de su polvo facial, el carmín intenso del lápiz labial y sus cachetes excesivamente
coloreados, Esperanza Videgaray Salas echaba miradas de lumbre a los dos
pequeños, como si estos fueran culpables de algo. Los miraba con furia y
rencor, luego levantaba la cabeza y daba una fumada a su cigarro. Daba una
fumada a su cigarro y luego bajaba la cabeza para mirar a sus hijos con toda la
furia y con todo el rencor de que era capaz. Así, durante varios, pesados,
inacabables minutos. Más adelante daba un trago a su cuba, lloraba, se
levantaba los anteojos, se secaba las lágrimas con el dorso de sus manos, para
después tomar la bolsa y sacar de ella su típico pañuelo de color blanco, salpicado del verde de mocos y el
rojo del colorante labial. Una y otra vez se sucedían las secuencias de una
misma escena.
De pronto: ¿ya están contentos
cabrones?, ¿ya se chingaron a su madre como querían, hijos de puta?, ¿eso es lo
que querían, chingarme?, ¿hasta el pinche puto de su tío Carlos tuvieron que
traer, hijos de la chingada?, gritaba como tarabilla la mujer enloquecida, al tiempo
que sus gritos y maldiciones las trataban de acallar Rosita y Joe con sus
infructuosos llamados a la cordura y a la razón: Ya Esperanza, ya. Ya está
bien, ya pasó todo. Tranquilízate. Calma. Be sport (algo así como perdiste, sé
justa).
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