Por momentos calmaban el vendaval de
injurias de la madre hacia los hijos, para que luego recomenzara. Yendo y
viniendo de los gritos al sosiego, Joe, Rosita y Esperanza dieron mate a la
primera botella de Bacardí. Tal como era habitual cuando ésta solía recalar en
la casa de aquéllos, el filipino se dirigió a la miscelánea La Opera, situada
en la esquina donde confluían Mayorga, Montañas Rocallosas Oriente y Avenida de
los Corregidores, para comprar,
obviamente con dinero de Esperanza, una lata de jamón Spam, galletas saladas
Ritz, una lata de salchichas, diez Coca-colas chicas (las únicas que por
entonces existían) y otra botella de Bacardí. Pera y Toñito lo acompañaron y
por todo Mayorga el peluquero, el carpintero, las del salón de belleza y otros
vecinos escucharon, como en otros tantos cuetes, la retahíla de picardías que
adornaban el sempiterno discurso teologal de Joe: ¡puta madre!, ¡coño!, ¡nunca
en la pinche vida lo olviden!: primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y
cuarto Joseph, ¡coño y más coño!
Cargados los tres con las bolsas de
papel de estraza donde don Lucio, dueño de La Opera, guardó la compra, regresaron
al departamento, mientras ya se oían los ladridos de Emily, que parecía así
avisar de su llegada para que alguien les abriera la puerta, cosa que Rosita
hizo de inmediato. El pollo al curry que olía delicioso en la olla de peltre
que rebullía quién sabe a cuántos grados, recibió, como debía ser, el chorro inaugural
de la nueva botella de Bacardí que Joe le recetó.
-¡Oye, Chino pendejo, no te acabes
el ron!, le gritó Esperanza muy preocupada.
-¡No seas pendeja, sólo le eché
tantito para marinar mejor el pinche pollo que es cosa fina, chico!, repostó
este ex cocinero profesional, quien pese a su embriaguez consuetudinaria guisaba, como todo mundo
decía, bien rico.
Esperanza ya no alegó nada y después
todos se dirigieron a la mesa redonda del comedor, donde ya los esperaba el
sabroso guisado que Joe había cocinado. Emily se acercaba todo el tiempo a
Rosita, se restregaba en sus piernas como si fuera felino y no can, la
presionaba y lograba así que cada rato le aproximara a su hocico un pedazo de
pan o un cachito de pollo, que la perrita devoraba gustosa.
Los chasquidos y muecas al
comer de Esperanza, Rosita y Joe se
oían y veían cada vez más, conforme el
grado de alcoholización de cada uno de ellos avanzaba. Sus rostros se
distorsionaban y las consonantes fuertes las pronunciaban con dificultad.
Mantel y servilletas sufrían en exceso las consecuencias de tres borrachos
sentados a una mesa, tragando, más que comiendo, y la urbanidad se reducía en
tan feo escenario a la de los dos pequeños, Pera y Toñito. Los niños se sentían
más o menos protegidos ante la presencia de Joe y su esposa, aunque Esperanza
continuaba sin perder oportunidad para acordarse y maldecir a sus tíos paternos
Carlos y Lupe y sentenciar hasta el cansancio que sus hijos no los volverían a
ver. Esta decisión de la madre furibunda caía, repetidamente, como pesada
lápida en el ánimo de las criaturas.
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