sábado, 15 de diciembre de 2012

Entrega21




Por momentos calmaban el vendaval de injurias de la madre hacia los hijos, para que luego recomenzara. Yendo y viniendo de los gritos al sosiego, Joe, Rosita y Esperanza dieron mate a la primera botella de Bacardí. Tal como era habitual cuando ésta solía recalar en la casa de aquéllos, el filipino se dirigió a la miscelánea La Opera, situada en la esquina donde confluían Mayorga, Montañas Rocallosas Oriente y Avenida de los  Corregidores, para comprar, obviamente con dinero de Esperanza, una lata de jamón Spam, galletas saladas Ritz, una lata de salchichas, diez Coca-colas chicas (las únicas que por entonces existían) y otra botella de Bacardí. Pera y Toñito lo acompañaron y por todo Mayorga el peluquero, el carpintero, las del salón de belleza y otros vecinos escucharon, como en otros tantos cuetes, la retahíla de picardías que adornaban el sempiterno discurso teologal de Joe: ¡puta madre!, ¡coño!, ¡nunca en la pinche vida lo olviden!: primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph, ¡coño y más coño!

Cargados los tres con las bolsas de papel de estraza donde don Lucio, dueño de La Opera, guardó la compra, regresaron al departamento, mientras ya se oían los ladridos de Emily, que parecía así avisar de su llegada para que alguien les abriera la puerta, cosa que Rosita hizo de inmediato. El pollo al curry que olía delicioso en la olla de peltre que rebullía quién sabe a cuántos grados, recibió, como debía ser, el chorro inaugural de la nueva botella de Bacardí que Joe le recetó.
-¡Oye, Chino pendejo, no te acabes el ron!, le gritó Esperanza muy preocupada.
-¡No seas pendeja, sólo le eché tantito para marinar mejor el pinche pollo que es cosa fina, chico!, repostó este ex cocinero profesional, quien pese a su embriaguez  consuetudinaria guisaba, como todo mundo decía, bien rico.
Esperanza ya no alegó nada y después todos se dirigieron a la mesa redonda del comedor, donde ya los esperaba el sabroso guisado que Joe había cocinado. Emily se acercaba todo el tiempo a Rosita, se restregaba en sus piernas como si fuera felino y no can, la presionaba y lograba así que cada rato le aproximara a su hocico un pedazo de pan o un cachito de pollo, que la perrita devoraba gustosa.
Los chasquidos y muecas al comer  de Esperanza, Rosita y Joe se oían  y veían cada vez más, conforme el grado de alcoholización de cada uno de ellos avanzaba. Sus rostros se distorsionaban y las consonantes fuertes las pronunciaban con dificultad. Mantel y servilletas sufrían en exceso las consecuencias de tres borrachos sentados a una mesa, tragando, más que comiendo, y la urbanidad se reducía en tan feo escenario a la de los dos pequeños, Pera y Toñito. Los niños se sentían más o menos protegidos ante la presencia de Joe y su esposa, aunque Esperanza continuaba sin perder oportunidad para acordarse y maldecir a sus tíos paternos Carlos y Lupe y sentenciar hasta el cansancio que sus hijos no los volverían a ver. Esta decisión de la madre furibunda caía, repetidamente, como pesada lápida en el ánimo de las criaturas.

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