A su vez, Lore, rubicunda y
despampanante berlinesa que arribó a México antes de que la guerra terminara en
Europa, evadiendo por igual la muerte y la pobreza, no quería nada bien a los
Videgaray, particularmente a Esperanza, la más chica de los hermanos de su
hombre, como en su mal castellano se refería a Alfredo (“el mío hombre”). Y es
que Esperanza le dijo, en alemán, el día que la conoció, que era una puta
muerta de hambre. Arnulfo y Ana la llamaban despectivamente la teutona y sólo
la abuela siempre la acogió bien.
Por eso, cuando el Ford llegó a la
hermosa calle empedrada, tupida de árboles frondosos que parecían centinelas de
fachadas sobrias, macizas, y Pera, por órdenes de su madre, bajó del carro y
tocó la campana de la casa de su tío
Alfredo, el resultado fue rápido e inevitable (una blitzkrieg veloz y
contundente diría Lore): bramando de furia Alfredo abrió el portón de madera
delicadamente tallada, brincó hacia el auto que estaba estacionado arriba de la
estrecha banqueta, introdujo medio cuerpo por la portezuela abierta del lado de
Pera, y ¡zas!, le arremetió en un santiamén media docena de fuertes cachetadas
a su hermana, ante el estupor primero y después los gritos de espanto y el
llanto de Toñito y Pera, que no sabían qué más iba a pasar.
Y eso fue todo. Con eso tuvo
Esperanza.
Sin decir nada, tras de que Alfredo
se metió a su casa, la beoda encendió el motor y llorando en silencio todo el
camino de regreso a la Cerrada de Hamburgo, conduciendo ahora sí despacio, clausuró
de esa manera los festejos conmemorativos de su cuadragésimo cumpleaños, que
requirieron del martirio de sus hijos a
lo largo de 48 insoportables horas.
Luego de ese inolvidable 13 de junio
de 1952, algunas veces milagrosamente transcurrían días normales sin
sobresaltos ni escándalos o con borracheras que no pasaban a mayores. Días en
que los niños llevaban vida de niños, días también en que las consecuencias de
sus experiencias traumáticas hallaban su salida natural, comprensible, fatal.
De esta suerte, un día en su cama Pera obligó a Toñito a que le metiera los
dedos en su vagina, que despedía un olor desagradable. Y lo obligó con manotazos
en la cabeza y pellizcos en los brazos. Como de costumbre, Esperanza no estaba
en la casa, y Jerónima se había ido, sola, al mandado.
Todo empezó con un juego, el de los
cirqueros, que solían efectuar siempre sobre la cama de la niña Esperanza, y
que consistía en que ésta se colocaba boca arriba con las cuatro extremidades en alto
y así trataba de sostener a Toñito, quien durante varios segundos debía
colocarse boca abajo con sus dos manos descansando sobre las de su hermana y
apoyando sus muslos sobre las plantas de los pies de Pera.
Cada intento acababa con el
derrumbamiento de Toñito sobre Pera, quedando ambos cara a cara y con las
piernas del niño, concretamente sus rodillas, rozando la entrepierna de su
hermana. Conforme sucedían los intentos fallidos, se deslizaba, desprendía,
bajaba poco a poco el calzoncito blanco de Pera. A la cuarta o quinta vez quedó
al descubierto una vulva prominente, olorosa, naturalmente aún desprovista de
vello, pero con contornos suaves y sonrosados. Pera sujetó y apretó fuertemente con ambas piernas las
rodillas y corvas de Toñito, las atrajo y se restregó en ellas una y otra vez,
mientras que su lengua abrió la boca de su hermano y llegó a tocarle el
paladar.
Marilyn Monroe, Jane Russell, Zsa
Zsa Gabor, Burt Lancaster, Gary Cooper, Cary Grant y un millón de artistas
gringos más, desfilaban por la cabecita de Pera, en apasionadas escenas de
amor, en hollywoodenses besos interminables que tantas veces había visto en el
cine o en revistas americanas de espectáculos, como Movie Screen, que su madre
compraba en cantidades industriales y que en el Colegio Americano eran joyas
preciadas de las estudiantes, mientras pretendía literalmente cogerse a su
hermano.
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