Toñito no entendía lo que estaba
ocurriendo, la saliva de su hermana le causaba un asco tremendo y sentía que le
faltaba el aire porque la lengua de ella se movía y removía, se enrollaba y
desenrollaba como víbora inquieta dentro de su boca pequeñita. Con sus brazos
flaquitos Pera abarcaba toda la espalda de Toñito y presionaba con ferocidad
pecho contra pecho, mientras éste le gritaba ¡suéltame!, ¡suéltame! Y sí lo
soltó, pero sólo para agarrarle algunos dedos de la mano derecha y, en lucha de
fuerzas, en jaloneo tenso, tratar de introducirlos en su estrecha vagina.
Toñito forcejeaba para alejarlos y Pera le repetía manotazos en la cabeza y
pellizcos en sus brazos, hasta que, batido, el niño ya no opuso resistencia y
le metió lo más profundo que pudo tres dedos de un tirón.
-¡Ay, sácalos!, le suplicó Pera y
enseguida le preguntó: ¿y a qué te huelen? Dueña de las circunstancias, su
curiosidad mórbida la llevó a ordenarle: a ver, huélelos tú primero y luego yo.
Y así estuvieron un buen rato con la
metida y sacada de los dedos, entonces súbitamente escucharon que una llave en
la cerradura de la puerta de la calle giraba lentamente. Era Jerónima que había
llegado del mandado.
-Aguas, si hablas, ¿eh?, le advirtió
Pera al hermanito y éste comprendió a la perfección la amenaza. En todo caso,
la felonía incestuosa pasaría pronto al basurero del olvido, pues Jerónima les
comunicó que la señora le había dado veinte pesos para llevarlos al cine en la
tarde: con doce pesos pagarían los tres boletos de entrada y les quedaban ocho
para comprar muéganos o palomitas o merengues o caramelos, según lo que
ofrecieran los vendedores en la sala antes de que empezaran los noticieros o
antes de que empezara la película. Iban a ir al cine Insurgentes, que
prácticamente les quedaba a tiro de piedra, cerquísima, a tan sólo cuatro
cuadras de la Cerrada de Hamburgo. Este y el cine Roble, eran los únicos que
frecuentaban cuando Jerónima los llevaba, a veces una vez entre semana y de
cajón a todas las matinés dominicales, en las que podían ver dos películas por
el mismo boleto.
A Toñito le emocionaba mucho la ida
al cine, no sólo porque era un escape momentáneo de su triste realidad, sino
porque en sí y por sí las salas cinematográficas de aquella época causaban al público que asistía a ellas una
delectación por su arquitectura y su decoración. Sencillamente eran bellas y
majestuosas. Quién sabe si a la pequeña Esperanza también, pero lo que es a su
hermanito, del cine Insurgentes lo embobaban sus grandes murales que cumplían a
cabalidad la función didáctica de la pintura acerca de, precisamente, los
insurgentes en pasajes épicos; del cine Roble lo atraían como imanes la pureza
y la limpieza de líneas de las dos gigantescas esculturas que custodiaban a
diestra y siniestra la pantalla cuyo telón de terciopelo rojo, desde el
instante que iniciaba a levantar rítmicamente sus pliegues, agitaba también el
corazón de Toñito. Y así en cada cine el niño se embelesaba con las
parafernalias propias: las pagodas del Palacio Chino, el pueblito mexicano del
Alameda, las escalinatas del Metropolitan, los balcones del Balmori, la estrechez del Rex o el
vestíbulo descendente del Chapultepec, salas éstas a las que concurrían ambos
infantes con su madre, cinéfila en sus ratos de sobriedad.
Dentro de algunos cines como el
Insurgentes, el Gloria, el Mariscala, el Teresa, el Cosmos, había vendedores de
toda suerte de golosinas. Siempre iban uniformados con sus filipinas blancas y
sus cajones o estancos de madera donde guardaban clasificadamente sus
productos, y su grito inconfundible era ¡muéganos, haaaaaay muéganos, lleve sus
muéganos! Pero en otros, como el Roble, el Chapultepec o el México, la entrada
les era vedada, pues sus espaciosas y bien surtidas fuentes de sodas y
dulcerías completaban el negocio redondo de los inversionistas en esa hasta
entonces gallina de los huevos de oro, en un país que en medio del publicitado
desarrollo estabilizador del derechista presidente Miguel Alemán veía emerger
una clase media urbana, mientras la miseria expulsaba campesinos hacia Estados
Unidos o los arrinconaba en las barriadas pobres y en las ciudades perdidas que
pululaban en la capital de la república.
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