martes, 18 de diciembre de 2012

Entrega 24




Toñito no entendía lo que estaba ocurriendo, la saliva de su hermana le causaba un asco tremendo y sentía que le faltaba el aire porque la lengua de ella se movía y removía, se enrollaba y desenrollaba como víbora inquieta dentro de su boca pequeñita. Con sus brazos flaquitos Pera abarcaba toda la espalda de Toñito y presionaba con ferocidad pecho contra pecho, mientras éste le gritaba ¡suéltame!, ¡suéltame! Y sí lo soltó, pero sólo para agarrarle algunos dedos de la mano derecha y, en lucha de fuerzas, en jaloneo tenso, tratar de introducirlos en su estrecha vagina. Toñito forcejeaba para alejarlos y Pera le repetía manotazos en la cabeza y pellizcos en sus brazos, hasta que, batido, el niño ya no opuso resistencia y le metió lo más profundo que pudo tres dedos de un tirón.
-¡Ay, sácalos!, le suplicó Pera y enseguida le preguntó: ¿y a qué te huelen? Dueña de las circunstancias, su curiosidad mórbida la llevó a ordenarle: a ver, huélelos tú primero y luego yo. Y así estuvieron un  buen rato con la metida y sacada de los dedos, entonces súbitamente escucharon que una llave en la cerradura de la puerta de la calle giraba lentamente. Era Jerónima que había llegado del mandado.
-Aguas, si hablas, ¿eh?, le advirtió Pera al hermanito y éste comprendió a la perfección la amenaza. En todo caso, la felonía incestuosa pasaría pronto al basurero del olvido, pues Jerónima les comunicó que la señora le había dado veinte pesos para llevarlos al cine en la tarde: con doce pesos pagarían los tres boletos de entrada y les quedaban ocho para comprar muéganos o palomitas o merengues o caramelos, según lo que ofrecieran los vendedores en la sala antes de que empezaran los noticieros o antes de que empezara la película. Iban a ir al cine Insurgentes, que prácticamente les quedaba a tiro de piedra, cerquísima, a tan sólo cuatro cuadras de la Cerrada de Hamburgo. Este y el cine Roble, eran los únicos que frecuentaban cuando Jerónima los llevaba, a veces una vez entre semana y de cajón a todas las matinés dominicales, en las que podían ver dos películas por el mismo boleto.
A Toñito le emocionaba mucho la ida al cine, no sólo porque era un escape momentáneo de su triste realidad, sino porque en sí y por sí las salas cinematográficas de aquella época  causaban al público que asistía a ellas una delectación por su arquitectura y su decoración. Sencillamente eran bellas y majestuosas. Quién sabe si a la pequeña Esperanza también, pero lo que es a su hermanito, del cine Insurgentes lo embobaban sus grandes murales que cumplían a cabalidad la función didáctica de la pintura acerca de, precisamente, los insurgentes en pasajes épicos; del cine Roble lo atraían como imanes la pureza y la limpieza de líneas de las dos gigantescas esculturas que custodiaban a diestra y siniestra la pantalla cuyo telón de terciopelo rojo, desde el instante que iniciaba a levantar rítmicamente sus pliegues, agitaba también el corazón de Toñito. Y así en cada cine el niño se embelesaba con las parafernalias propias: las pagodas del Palacio Chino, el pueblito mexicano del Alameda, las escalinatas del Metropolitan, los balcones  del Balmori, la estrechez del Rex o el vestíbulo descendente del Chapultepec, salas éstas a las que concurrían ambos infantes con su madre, cinéfila en sus ratos de sobriedad.

Dentro de algunos cines como el Insurgentes, el Gloria, el Mariscala, el Teresa, el Cosmos, había vendedores de toda suerte de golosinas. Siempre iban uniformados con sus filipinas blancas y sus cajones o estancos de madera donde guardaban clasificadamente sus productos, y su grito inconfundible era ¡muéganos, haaaaaay muéganos, lleve sus muéganos! Pero en otros, como el Roble, el Chapultepec o el México, la entrada les era vedada, pues sus espaciosas y bien surtidas fuentes de sodas y dulcerías completaban el negocio redondo de los inversionistas en esa hasta entonces gallina de los huevos de oro, en un país que en medio del publicitado desarrollo estabilizador del derechista presidente Miguel Alemán veía emerger una clase media urbana, mientras la miseria expulsaba campesinos hacia Estados Unidos o los arrinconaba en las barriadas pobres y en las ciudades perdidas que pululaban en la capital de la república.

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