Vasos con rastros de comida y
huellas de labios en sus bordes; migajones de pan sobre la mesa, junto con
charquitos de líquidos diversos; platos sucios y cubiertos desperdigados,
atestiguaron la ingesta que vino concluyendo como a las cuatro. Enseguida sobrevendrían
las horas pesadas de toda la tarde, hasta que empezó a obscurecer por ahí de
las siete.
-¡Cabrones, vámonos a la chingada
ya!, les gritó Esperanza, y madre e hijos salieron de la casa de los Mulayo,
quienes para entonces sostenían ruidoso certamen de ronquidos. Tras abordar el
“Fotingo”, como aquélla bautizó a su automóvil, éste a toda velocidad jaló por
Diego Fernández de Córdoba, Cárpatos, Virreyes, Reforma, Rubén Darío, buscando
llegar a la colonia Anzures, a la casa de Ana Videgaray Salas, quien estaba por
mudarse a la colonia Juárez, a la Calle de Tokio, para estar más cerca de su
mamá.
En el asiento trasero del carro,
temeroso de que la madre chocara por la borrachera que se traía, Toñito,
acostado boca arriba, atisbaba por un pedazo de ventana cómo las copas de los
árboles desfilaban en vertiginosa sucesión. No alcanzaba a mirar más, otra
cosa, precisamente por la posición que había adoptado. Pero de que sentía la
velocidad, ni duda cabe que la sentía. Adelante, en el asiento del copiloto,
Pera apenas mantenía la respiración por la rapidez con que el Ford se
desplazaba, mientras que Esperanza, quien sobria o ebria presumía de lo bien
que manejaba y de que en veinte años nunca había chocado, pisaba hasta el fondo
el acelerador y hundía de forma permanente su antebrazo izquierdo en el claxon,
que así hacía sonar ensordecedoramente, por lo que concitaba mentadas de madre
y toda suerte de maldiciones de parte de los automovilistas que se cruzaban en
su camino, algunos de los cuales lograban percatarse que traía bien
desabotonado el vestido de terciopelo rojo, que no se había mudado, mostrando
así muslos y, a veces, el copetillo púbico.
Cuando llegaron a la casa de Ana,
Esperanza tocó desesperadamente el timbre hasta que una sirvienta se asomó por
una ventana de la sala y desde ahí le informó que su hermana y los niños no
estaban, pues se habían ido a la casa de Hamburgo con la abuela. Desde luego
Ana, Ana Rita y Nachín sí estaban en su casa, sólo que al ver el estado
lamentable de Esperanza, su hermana se negó a recibirla. No era la primera vez
que así ocurría.
-¡Pinche gorda puta, para nada
sirve!, explotó Esperanza, dio tremendo portazo al pobrecito Ford y, media
ciudad de por medio, enfiló como loca hasta San Angel, ahora a casa de su
hermano Alfredo.
San Angel era remanso de artistas, bohemios con dinero, así
como de muchos empresarios y jubilados gringos, enamorados del folclor
mexicano. El vecino más famoso lo era Diego Rivera, pero también vivían allí
ilustres desconocidos, aunque millonarios, como el ingeniero civil, igualmente
egresado del MIT, Alfredo Videgaray Salas, primogénito del general Videgaray.
“El Chanclas” ocupaba en San Angel una bella casona del más puro estilo
rústico. Contaba desde luego con un jardín central, con su fuente de cantera, y
un fresco corredor rectangular, con sus arcadas recubiertas de bugambilias, que
comunicaba a todas las habitaciones y piezas destinadas al servicio y
funcionamiento de la casa. Lore, su amasia alemana, cuidaba todo detalle y
hasta en los rincones más apartados entraban las plumas de los mexicanísimos
plumeros de guajolote para limpiar debidamente, por lo que en ningún lado se
veía pizca de polvo. Lore dominaba totalmente a Alfredo, quien para amancebarse
con ella se había divorciado muchos años atrás de la queretana Rosario Kirchner
Noriega.
Con Rosario procreó al mayor de
todos los nietos de Esperanza Salas Gómez de la Torre: Alfredo Videgaray
Kirchner, el que resultó el nieto consentido, por ser hijo del más querido de
sus cuatro hijos. Por lógicas razones Rosario odiaba a muerte a Lore y como la
abuela aceptó el amasiato de Alfredo con la alemana, de la misma manera que le consentía todos sus
caprichos, Rosario optó por alejar a Alfredito, del que tenía la patria
potestad, de los Videgaray, aunque puntualmente pasaba cada primer lunes de mes
a Hamburgo 126 por el dinero que el ingeniero ahí le dejaba para la manutención de su hijo, al que nunca
veía, lo que no le quitaba el sueño.
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