miércoles, 19 de diciembre de 2012

Entrega 25



Pero también por el cine Pera y Toñito vivieron jornadas impactantes, imborrables. Así ocurrió el sábado 5 de julio de 1952, tan sólo tres semanas después del cumpleaños y escandalazo de Esperanza, cuando Jerónima y los niños asistieron a la función de las cuatro de la tarde en el Roble, que por entonces había subido las entradas a cinco pesos, junto con el Real Cinema, el Orfeón y otros, mientras que el Nacional las mantenía en tres, el Cosmos en dos y el Maya, el Soto y el Primavera en $1.50. Ahí fueron a ver un  bodrio llamado “Estrella del destino”, con Clark Gable y Ava Gardner, que trataba de cómo el anexionista Andrew Jackson supuestamente convencía al pilllastre Sam Houston de que tras despojar a México de Texas, lo incorporara a Estados Unidos.
Seguramente la película la debió haber sugerido Esperanza (siempre añorante de su infancia y adolescencia vividas en San Antonio, Texas), a Toñito le ha de haber encantado por ser del viejo Oeste, o sea, de vaqueros, y Pera quién sabe qué se habrá imaginado luego de leer el anuncio del Roble en la cartelera cinematográfica del periódico: “Hoy ¡La pareja romántica más excitante de la pantalla! Clark Gable y Ava Gardner en Estrella del Destino (Lone Star), la dramática cinta de la M.GM.”
Como de costumbre, asidos de cada una de las manos de Jerónima, Toñito y Pera iniciaron la feliz caminata (por múltiples razones) que los llevaría de la Cerrada de Hamburgo, por el Paseo de la Reforma, hasta el Cine Roble.
A Toñito particularmente le gustaba ese trayecto, pues iba viendo de cerca las estatuas y los jarrones que adornaban la avenida más bella de la capital mexicana, sin perder ocasión de preguntarle a su hermana sobre todos y cada uno de los nombres de los próceres liberales décimonónicos que siempre estaban limpios, relucientes.
-¡Ya párale con lo mismo Toño!, si sigues preguntando todos los nombres nunca vamos a llegar al cine, reprendió la sirvienta al niño, quien las obligaba continuamente a detener la marcha para que Pera le leyese los nombres y las snopsis biográficas de cada personaje, inscritos en sus pedestales. Desde luego Pera así igualmente se distraía de su metódica revisión de las hermosas, enormes bancas de piedra labrada, donde las parejas de enamorados se musitaban cositas de amor, se cogían las manos y se besaban en la boca con mesura y discreción, conforme a la moral pública de aquellos tiempos.
Observador por naturaleza, el mal apisonado piso de tierra clara de las banquetas del Paseo de la Reforma tampoco escapaba al escrutinio de Toñito. Le llamaba la atención la conformación del mismo, la irregularidad del terreno, las pequeñas elevaciones y las hendiduras que aparecían de vez en vez, y que dentro de su imaginación adquirían proporciones majestuosas, como si fueran formaciones rocosas esculpidas por ríos milenarios en un páramo calcinado por el sol.
Finalmente ante la vista de los tres apareció la gran estatua del águila que cae, Cuauhtémoc, en la confluencia de las dos principales arterias de la Ciudad de México: el Paseo de la Reforma y la Avenida de los Insurgentes. Jerónima apretó las manitas de los niños y presurosa los condujo hacia el cine, que estaba ya cerca de ellos, luego de cruzar Insurgentes, primero, y  los dos sentidos de Reforma, después.

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