Una vez que compraron los boletos en
la taquilla, subieron la escalinata y traspasaron la puerta de cristal, se
dirigieron hacia la fuente de sodas, donde Jerónima pagó las respectivas
golosinas. Ya dentro de la sala, empezó el cuento de nunca acabar de los
lugares. Se cambiaban de un asiento a otro para “ver”, según ellos, dónde se
“vería” mejor la película; dónde habría menos probabilidades de que se sentara
delante de ellos un “alto” que les impidiera parcial o totalmente la visión.
Naturalmente los asientos los probaban con y sin suéteres, los que hacían
bolita para sentarse sobre ellos y alcanzar así más altura.
A la cuarta o quinta prueba optaron
por quedarse quietos en un solo lugar y
junto con la chiquillería gritaron y batieron palmas de alegría desbordada al
apagarse las luces y empezar el ascenso lento, parsimonioso, acompasado, del
enorme telón rojo. La histeria colectiva creció hasta ocupar totalmente el
negro espacio cuando, súbitamente, un potente haz de luz blanca y azul viajó
desde la cabina de proyección hacia la pantalla, que más que blanca parecía de
plata, y proyectó en ella la primera de tres caricaturas. Luego vinieron los
noticiarios con toda la propaganda gubernamental, las infaltables notas de
sociales y deportes, así como las de carácter internacional, donde el público
ya estaba habituado a ver los rostros de José Stalin, Konrad Adenauer, Harry S.
Truman o Winston Churchill.
Y después de veinte minutos, el
famoso, anhelado y aclamado rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer retumbaba
en el Cine Roble a todo volumen y estremecía de júbilo a un público mayormente infantil. La película, en
negro y blanco, transcurrió sin mayor pena ni gloria y en ella Clark Gable y
Ava Gardner fueron desperdiciados en una más de las producciones con mensaje
subliminal que la cinematografía yanqui producía en cantidades verdaderamente
industriales.
Serían pasadas las seis de la tarde,
y ya para comenzar la función llamada “de moda”, que Jerónima y los niños
abandonaron la sala cinematográfica para enfilar hacia Cerrada de Hamburgo,
distante a unos veinte o veinticinco minutos de caminata a buen paso.
-¡Ay virgencita!, ¿y ora qué
hacemos?, gritó Jerónima.
-¡No te sueltes!, le ordenó Pera a
su hermano.
Este, pasmado, impresionado, no
alcanzaba a decir nada, sólo volteaba a ver temeroso a Jerónima y a Pera. A
decir verdad, también Pera volteaba a ver a Jerónima e intuitivamente en ella
depositaba su confianza y su esperanza para salir del brete en que habían
caído. Sin efugio posible, de un lado para otro, la sorpresa y el susto los
conducían a intentar romper el cerco una y otra vez. De pronto, entre el mar
azul que los rodeaba, que los aprisionaba, que los asfixiaba sin la menor
compasión, se formó un pasadizo por
donde literalmente escapó toda la gente que igual que ellos sólo quería
regresar lo más pronto posible a su casa.
Era el 5 de julio de 1952, víspera
de las elecciones presidenciales donde el partido en el poder, el Partido
Revolucionario Institucional, maquinaba imponer a su candidato Adolfo Ruiz
Cortines ante una fuerte oposición de la izquierda, agrupada en la Federación de
Partidos del Pueblo de México y que postulaba al general Miguel Henríquez
Guzmán. Este pequeño detalle se le olvidó a Esperanza Videgaray al darles
permiso a los niños, en la mañana, de ir al cine, precisamente al Roble.
Cuando a las cuatro de la tarde
Jerónima, Pera y Toñito acababan de ingresar a esa sala cinematográfica, nada
anormal se veía en los alrededores. Era un sábado como otros tantos en una ciudad
de aire casi puro y de tráfico vehicular rápido. Pero cuando dos horas después
salieron, todo había cambiado. La Policía Montada y el Cuerpo de Granaderos se
hallaban por doquier. Camiones y carros de la Policía se trasladaban de un lado
a otro y los jardines contiguos al Cine Roble, así como las anchas banquetas
del Paseo de la Reforma eran ocupados por la caballería policiaca y la
gendarmería de a pie. Literalmente no había por dónde salir. Por cada posible
camino que la gente que abandonaba el cine pretendía transitar, de inmediato
una ola azul marino de policías lo impedía. Así de manera continua, hasta que
se abrió una vía bajo los silbatazos y las órdenes y advertencias de la
Policía, que conminaban a acelerar el paso y recogerse en sus casas, pues sería
una noche no sólo de ley seca, sino casi de toque de queda.
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