viernes, 21 de diciembre de 2012

Entrega 27



No lejos de ese cine, en la Calle de Donato Guerra, se hallaban las oficinas de la Federación de Partidos del Pueblo de México, y no lejos de ese 5 de julio, tan sólo dos días después, el 7 de julio, el gobierno aplastó, en esa misma área donde habían estado Jerónima y los niños, una concentración de henriquistas que protestaban contra el fraude electoral  cometido la víspera, 6 de julio.
Ese 7 de julio hubo doscientos muertos en la Alameda Central de la Ciudad de México, cadáveres que fueron transportados al Campo Militar número uno para ser incinerados ahí, mientras que soldados y tanques de guerra, junto con la Policía Montada que lanzaba gases lacrimógenos, amedrentaban y reprimían a la población civil en Paseo de la Reforma, Donato Guerra, Morelos, Bucareli y Abraham González.
Jerónima, Pera y Toñito se salvaron esa tarde del 5 de julio de ingresar a  la historia. Pero el susto que se llevaron no fue para menos ni el riesgo tampoco. Toñito, por su cuenta, jamás había visto a tantos policías juntos y comprendió a su cortísima edad que además de su suerte personal, era parte, igualmente, de una suerte colectiva.

CAPITULO 3

Con más de una hora de retraso del tiempo en que debieron llegar, la sirvienta y las criaturas arribaron bajo tremenda tensión a Cerrada de Hamburgo. Para su fortuna, Esperanza no estaba y sólo restaba averiguar si habría salido a buscarlos o si telefónicamente los habría tratado de localizar. Pronto Jerónima salió a preguntarle a una sirvienta amiga suya de una casa vecina, si su patrona había llegado antes que ellos, recibiendo con gran satisfacción la noticia de que no había estado en la casa, pues su carro desde como a las cinco se lo había llevado y era la hora de que ahí no estaba estacionado, como debiera.
Por su parte, Pera le marcó a su abuela y con toda maña supo preguntarle sobre su mamá, sin que la anciana se percatara (como si mucho le preocupara, además) a qué hora habían regresado del cine.
Cerca de las diez de la noche por fin llegó Esperanza Videgaray, con la mirada vidriosa, muy contenta y acompañada del alto y fortachón Armando Castañeda, quien una vez más pasaría allí la noche, obviamente en la recámara y en la cama de esa mujer que no podía ocultar su prurito. Los arrumacos, los pujidos, los orgasmos a plenitud se oían en la quietud de la noche y en la pequeñez de esa casa. Pera ya estaba acostumbrada a ello y Toñito pronto lo estaría, también.
Armando Castañeda era un abogado bigotón, como de uno ochenta de estatura, bien dado, y desde muchos años atrás frecuentaba a la familia Videgaray, habiéndose convertido en el candidato favorito de la abuela para que desposara a su hija Esperanza, mucho antes de que ésta se casara con Antonio Ruiloba González Misa.
Castañeda pretendió durante mucho tiempo a Esperanza (a raíz de la muerte del general Videgaray en 1937) y pese a la insistencia de la abuela por que se casara con él, su hija jamás dio su brazo a torcer. Desde luego su olfato crematístico era lo que realmente impulsaba a Castañeda en su intentona. Sabedor de la inmensa fortuna de los Videgaray, se puso como primer objetivo conquistar a la matriarca, ganarse su confianza y su apoyo para luego lanzarse sobre su única hija soltera, pues Ana se encontraba ya casada con Ignacio Calero Topete. Tanto los Calero, como los Ruiloba, eran familias que se sentían de alcurnia, sus varones invariablemente ingresaban a la pomposa Orden de los Caballeros de Colón, que no servía para otra cosa, sino para hacer el ridículo en las fastuosas ceremonias de la alta jerarquía católica mexicana y para aparecer en las secciones de sociales de la prensa capitalina. De ahí la tirria que Esperanza Salas les guardaba tanto a Nacho Calero, como a Toño Ruiloba.

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