No lejos de ese cine, en la Calle de
Donato Guerra, se hallaban las oficinas de la Federación de Partidos del Pueblo
de México, y no lejos de ese 5 de julio, tan sólo dos días después, el 7 de
julio, el gobierno aplastó, en esa misma área donde habían estado Jerónima y
los niños, una concentración de henriquistas que protestaban contra el fraude
electoral cometido la víspera, 6 de
julio.
Ese 7 de julio hubo doscientos
muertos en la Alameda Central de la Ciudad de México, cadáveres que fueron
transportados al Campo Militar número uno para ser incinerados ahí, mientras
que soldados y tanques de guerra, junto con la Policía Montada que lanzaba
gases lacrimógenos, amedrentaban y reprimían a la población civil en Paseo de
la Reforma, Donato Guerra, Morelos, Bucareli y Abraham González.
Jerónima, Pera y Toñito se salvaron
esa tarde del 5 de julio de ingresar a la historia. Pero el susto que se llevaron no
fue para menos ni el riesgo tampoco. Toñito, por su cuenta, jamás había visto a
tantos policías juntos y comprendió a su cortísima edad que además de su suerte
personal, era parte, igualmente, de una suerte colectiva.
CAPITULO 3
Con más de una hora de retraso del
tiempo en que debieron llegar, la sirvienta y las criaturas arribaron bajo
tremenda tensión a Cerrada de Hamburgo. Para su fortuna, Esperanza no estaba y
sólo restaba averiguar si habría salido a buscarlos o si telefónicamente los
habría tratado de localizar. Pronto Jerónima salió a preguntarle a una
sirvienta amiga suya de una casa vecina, si su patrona había llegado antes que
ellos, recibiendo con gran satisfacción la noticia de que no había estado en la
casa, pues su carro desde como a las cinco se lo había llevado y era la hora de
que ahí no estaba estacionado, como debiera.
Por su parte, Pera le marcó a su
abuela y con toda maña supo preguntarle sobre su mamá, sin que la anciana se
percatara (como si mucho le preocupara, además) a qué hora habían regresado del
cine.
Cerca de las diez de la noche por
fin llegó Esperanza Videgaray, con la mirada vidriosa, muy contenta y
acompañada del alto y fortachón Armando Castañeda, quien una vez más pasaría
allí la noche, obviamente en la recámara y en la cama de esa mujer que no podía
ocultar su prurito. Los arrumacos, los pujidos, los orgasmos a plenitud se oían
en la quietud de la noche y en la pequeñez de esa casa. Pera ya estaba
acostumbrada a ello y Toñito pronto lo estaría, también.
Armando Castañeda era un abogado
bigotón, como de uno ochenta de estatura, bien dado, y desde muchos años atrás
frecuentaba a la familia Videgaray, habiéndose convertido en el candidato
favorito de la abuela para que desposara a su hija Esperanza, mucho antes de que
ésta se casara con Antonio Ruiloba González Misa.
Castañeda pretendió durante mucho
tiempo a Esperanza (a raíz de la muerte del general Videgaray en 1937) y pese a
la insistencia de la abuela por que se casara con él, su hija jamás dio su
brazo a torcer. Desde luego su olfato crematístico era lo que realmente
impulsaba a Castañeda en su intentona. Sabedor de la inmensa fortuna de los
Videgaray, se puso como primer objetivo conquistar a la matriarca, ganarse su
confianza y su apoyo para luego lanzarse sobre su única hija soltera, pues Ana
se encontraba ya casada con Ignacio Calero Topete. Tanto los Calero, como los
Ruiloba, eran familias que se sentían de alcurnia, sus varones invariablemente
ingresaban a la pomposa Orden de los Caballeros de Colón, que no servía para
otra cosa, sino para hacer el ridículo en las fastuosas ceremonias de la alta
jerarquía católica mexicana y para aparecer en las secciones de sociales de la
prensa capitalina. De ahí la tirria que Esperanza Salas les guardaba tanto a
Nacho Calero, como a Toño Ruiloba.
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