En la Cerrada de Hamburgo Toñito
vivía una vida totalmente distinta, podría decirse contraria, a su experiencia
anterior en el palacete de la abuela o en las salidas finsemaneras con sus
amantísimos tíos Carlos y Lupe.
Por su madre de inmediato conoció la
más cruel y más dura cara de la miseria humana. Podría afirmarse que ahí perdió
no sólo su inocencia, sino su infancia. Tragó en cantidades industriales todo
el odio, la inquina que se puede tener contra la vida misma y contra las ganas
de vivir. Ingresó en el mundo de la anormalidad, sin siquiera haber conocido
cabalmente el de la normalidad. No fueron pocas las tardes y las noches en que
el niño se escondía de todos para llorar a solas y preguntarse, sin respuesta
alguna, ¿por qué yo?, ¿por qué yo?
De alguna manera, en la casa de la
abuela, fría y amplia, desprovista de calor humano, pero al fin y al cabo sin
zozobras ni martirios, Toñito había hecho su vida más o menos llevadera. Le
encantaba salir por las mañanas al jardín con su regadera decorada con una pata
y sus seis patitos que la seguían, y regar las plantas y los rosales que había
al por mayor. Cada que se le vaciaba, regresaba a llenarla a los lavaderos.
Decía que de grande quería ser jardinero y cuando tocaba en suerte que los dos
jardineros al servicio de la casa podaban el césped, removían la tierra, abonaban
y plantaban nuevas flores, no perdía detalle de todo su trabajo. El ruido de
las ruedas de metal de la segadora sobre la piedra cuando iba rumbo al pasto le
atraía sobremanera, y al tiempo que no paraba de observar el cilindro de las
cuchillas aventando el pasto cortado para todos lados, aspiraba profundamente
el característico olor de ese entorno verde.
A su entender, Toñito igualmente
hacía su “trabajo” de jardinería, pues no sólo regaba las flores, también con
su palita roja de madera removía hasta el cansancio el pedazo de tierra escogido.
Así se pasaba las horas enteras, ora viendo toda la variedad de tamaños y
colores de las mariposas que volaban o se posaban en algún pétalo, en alguna
corola, ora inquiriendo en el submundo de la tierra removida el tránsito de las
lombrices y demás insectos generalmente ocultos. Y claro que no podía faltar su
enfermiza, incomprensible, dolorosa y tautológica conducta de observar primero,
para tocarlo después, al primer azotador que se le cruzara en el camino. Ya
sabía que en el instante que posara la yema del índice de su mano derecha sobre
las púas amarillas de ese gusano que era una verdadera arma química de doce
centímetros de largo, una mezcla de dolor y fuego se iba a apoderar de su
epidermis y el enrojecimiento y la hinchazón enmarcarían una vez más su
imprudencia.
Sin embargo, por quién sabe qué
razón lo hacía y lo volvía a hacer. No podía resistirse a la atracción de los
vivos colores de los azotadores: verdes, amarillos, rojos, violetas, azul
turquí, policromía toda que sencillamente lo extasiaba. Tras tocar al azotador
sus gritos y chillidos se oían hasta la Plaza de la Constitución, y no cesaban
sino hasta muchos minutos después. Superado el trauma, invariablemente acometía
la venganza justiciera: apachurraba con la suela de su zapato, el izquierdo o
el derecho, al pobre gusano, hasta que cesaba su movimiento, hasta que paraba
de retorcerse alguna parte de él, y quedaba embarrado sobre el piso un líquido
viscoso, entre amarillo y verde, que apestaba a rayos.
Su curiosidad también lo llevaba a
“perderse” entre los tupidos árboles sembrados ex profeso para el muy oxigenado
y siempre sombrío jardín tipo jungla, situado frente al pórtico de la casa
principal. Este jardín siempre húmedo, casi sin sol filtrado, abundante en
plantas tropicales, muchas de ellas trepadoras de troncos de gran altura,
abarcaba todo el frente de la residencia y llegaba hasta las cocheras y la edificación
destinada a la servidumbre. En las copas de dichos árboles, con ojos de lince
Toñito lograba identificar a esas orugas malditas, gordas y anilladas, que con
toda paciencia tejían sus capullos con hojas y seda durante el verano y el
otoño, para después transformarse en mariposas pequeñas y multicolores que
alegran todo jardín, o en enormes y
negras que pueden pasarse días, inmóviles, en un mismo lugar. A esos
azotadores no sólo los llegaba a encontrar transitando en el suelo, igualmente
los descubría cuando caían de los árboles y, precisamente, azotaban contra el
piso.
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