sábado, 1 de diciembre de 2012

Entrega 7




Loca, beoda, de improviso Esperanza suspendía su monólogo y se ponía a chillar, que no llorar. Buscaba su pañuelo blanco, lleno de mocos y manchones del lápiz labial, y de tremendo trompetazo expulsaba hasta la última mucosidad de su enrojecida nariz, cuyo rojo competía en intensidad con el de su vestido de terciopelo que tenía botonadura que bajaba del cuello hasta las rodillas. Sus ojales sólo abrochaban unos cuatro o cinco botones a la altura de su vientre, quedando, por lo tanto al descubierto, como bajo cortinajes que se abren o se cierran caprichosamente, sus grandes y gordos pechos, su pubis peludo y sus muslos regordetes. Nunca (aunque estuviera sobria) usaba pantaletas y, como era usual cuando se embriagaba, no traía brassiere. Tampoco medias y mucho menos el liguero, tan necesario para sujetarlas y darles firmeza. El espectáculo era abominable.
En un momento dado, tras un trago de su cuba y con su mirada vidriosa sobre Jerónima, le gritó: ¡cabrona, qué me ves, lárgate a la esquina a ver si ya llegó la hija de puta!, y Jerónima con los ojos enrojecidos abandonó la sala y se encaminó, con sobrado tiempo, a recoger a la niña. Toñito ansiaba su llegada. Aunque nada ni nadie iba a modificar su suplicio, de todas formas era mejor, sentía, compartir su sufrimiento con Pera y la sirvienta, que padecerlo solo. En momentos se escuchaban susurros, risitas burlonas y asomaban los copetes de dos o tres niños  pequeños que, a escondidas de sus papás, se estiraban al máximo para poder espiar desde la ventana de la sala que daba a la calle el espectáculo miserable, espectáculo al cual ya estaban acostumbrados, de mañana, tarde o noche, tres o cuatro veces a la semana.
Finalmente llegaron las dos de la tarde y finalmente Pera y Jerónima traspasaron el umbral de la sala. Toñito se alegró. La flaquita Pera se abalanzó sobre su rechoncha madre y la abrazó y llenó de besos.
-¡Felicidades, mami, happy birthday, te quiero mucho!, decía la niña a su progenitora, al tiempo que ésta, con firmeza, apartaba de su ancho cuello los delgados bracitos de su hija y le espetaba: ¡ya, ya, no jodas, saliste igual de empalagosa que el cabrón bueno para nada de Antonio Ruiloba!, ¡pónte a tragar y no friegues!
La niña obedeció y tras llenar de besos igualmente a su hermanito, tomó una galleta salada a la que le colocó una sardina encima y se la comió, y así lo repitió con muchas otras. Su manejo del escenario, sería por su mayor edad o por sus vivencias acumuladas, aparentaba ser desde luego superior, muy superior, incomparablemente superior al de su hermano. Pero su seguridad inicial duró casi nada. Al poco rato se sumía, junto con su hermano y la criada, en el terror de los impotentes ante la irracionalidad del más fuerte.

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