Loca, beoda, de improviso Esperanza
suspendía su monólogo y se ponía a chillar, que no llorar. Buscaba su pañuelo
blanco, lleno de mocos y manchones del lápiz labial, y de tremendo trompetazo
expulsaba hasta la última mucosidad de su enrojecida nariz, cuyo rojo competía
en intensidad con el de su vestido de terciopelo que tenía botonadura que
bajaba del cuello hasta las rodillas. Sus ojales sólo abrochaban unos cuatro o
cinco botones a la altura de su vientre, quedando, por lo tanto al descubierto,
como bajo cortinajes que se abren o se cierran caprichosamente, sus grandes y
gordos pechos, su pubis peludo y sus muslos regordetes. Nunca (aunque estuviera
sobria) usaba pantaletas y, como era usual cuando se embriagaba, no traía
brassiere. Tampoco medias y mucho menos el liguero, tan necesario para
sujetarlas y darles firmeza. El espectáculo era abominable.
En un momento dado, tras un trago de
su cuba y con su mirada vidriosa sobre Jerónima, le gritó: ¡cabrona, qué me
ves, lárgate a la esquina a ver si ya llegó la hija de puta!, y Jerónima con
los ojos enrojecidos abandonó la sala y se encaminó, con sobrado tiempo, a
recoger a la niña. Toñito ansiaba su llegada. Aunque nada ni nadie iba a
modificar su suplicio, de todas formas era mejor, sentía, compartir su sufrimiento
con Pera y la sirvienta, que padecerlo solo. En momentos se escuchaban
susurros, risitas burlonas y asomaban los copetes de dos o tres niños pequeños que, a escondidas de sus papás, se
estiraban al máximo para poder espiar desde la ventana de la sala que daba a la
calle el espectáculo miserable, espectáculo al cual ya estaban acostumbrados,
de mañana, tarde o noche, tres o cuatro veces a la semana.
Finalmente llegaron las dos de la tarde
y finalmente Pera y Jerónima traspasaron el umbral de la sala. Toñito se
alegró. La flaquita Pera se abalanzó sobre su rechoncha madre y la abrazó y
llenó de besos.
-¡Felicidades, mami, happy birthday,
te quiero mucho!, decía la niña a su progenitora, al tiempo que ésta, con
firmeza, apartaba de su ancho cuello los delgados bracitos de su hija y le
espetaba: ¡ya, ya, no jodas, saliste igual de empalagosa que el cabrón bueno para
nada de Antonio Ruiloba!, ¡pónte a tragar y no friegues!
La niña obedeció y tras llenar de
besos igualmente a su hermanito, tomó una galleta salada a la que le colocó una
sardina encima y se la comió, y así lo repitió con muchas otras. Su manejo del
escenario, sería por su mayor edad o por sus vivencias acumuladas, aparentaba ser
desde luego superior, muy superior, incomparablemente superior al de su
hermano. Pero su seguridad inicial duró casi nada. Al poco rato se sumía, junto
con su hermano y la criada, en el terror de los impotentes ante la
irracionalidad del más fuerte.
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