Del general Videgaray heredó su hija más chica su
propensión a hacer cuentas chileras y a desconfiar hasta de su propia sombra.
Por esa razón, cuando los porteros le entregaban las rentas cobradas, escribía
de inmediato en inglés, seguidamente del nombre del arrendatario, los datos de
número de departamento, mes, día y cantidad, para que nadie más conociera ese
tipo de detalles, salvo Pera y Toñito cuando la acompañaban y hojeaban los
pesados libros de las cuentas y con los cuales siempre cargaba en los días de
cobro, en el piso delantero del Fotingo. Cada portero se sentaba en el asiento
trasero para darle el dinero y razón de
cada uno de los arrendatarios. Conforme avanzaban las recolecciones, se notaba
más y más hinchada de billetes la cartera de Esperanza.
Cuando en 1928 regresaron de San Antonio, Texas, el
general Videgaray y su familia, Esperanza contaba con dieciséis años de edad,
que resultaron suficientes para convertirse en su brazo derecho durante la
construcción -que le llevó más de doce meses- de un imponente edificio de
departamentos en plena Avenida 16 de Septiembre, en el centro de la Ciudad de
México. Ella era la encargada de anotar todos los días a partir de las siete de
la mañana los nombres, la tarea a desarrollar y las herramientas recibidas para
ello, de todos y cada uno de los albañiles. En sus remembranzas etílicas,
Esperanza platicaba hasta el aburrimiento, que “cuando mi papá construyó el edificio
de 16 de Septiembre, ni un clavo, ni una pizca de arena se pudieron chingar los
pinches albañiles. Yo les tenía medido
el tiempo para la tragazón y hasta para
ir a cagar”. A las seis de la tarde, ordenados y en fila, a estos trabajadores
el general personalmente les rayaba el jornal de ese día, mientras que su hija
anotaba nombre, jerarquía o especialidad en la obra, herramientas devueltas,
trabajo acometido durante la jornada de trabajo y salario cobrado.
Esa disciplina y ese método lo aplicaba al pie de la
letra Esperanza en la administración de los bienes inmuebles heredados de su
padre.
La mujer concluía sus jornadas de trabajo hacia las tres o cuatro de la tarde y las
empezaba siempre desde las nueve de la mañana. Rara era la ocasión en que un
lanzamiento o cualquier otro asunto ocurriese avanzada la tarde o ya de noche.
Salvo cuando se había quedado de ver con
Armando Castañeda, o se le había ocurrido llevar al cine a sus hijos o visitar
a las únicas dos amigas “normales” que tenía, Blanca García Travesí y la
bellísima Gloria Cuevas, que no eran alcohólicas y odiaban a los gringos a
muerte, Esperanza dedicaba las tardes y las noches a embriagarse con sus
colegas de adicción y sentimientos. Fuera en Cerrada de Hamburgo o en el
departamento de alguno de sus compinches, invariablemente Esperanza aportaba el
licor, los refrescos de cola, los hielos o al menos las botanas, que iban desde
aceitunas hasta paté de foie gras.
A veces para tales “cuetes” se ponían de acuerdo
previamente. En otras ocasiones se telefoneaban cuando principiaba la
borrachera, para, como los buenos alcohólicos, no embriagarse solos, “de buró”,
como le sucedió a Esperanza el mero día de su cumpleaños. Pero las más de las
reuniones etílicas ocurrían “accidentalmente”, sin invitación previa o de
última hora, pues el grupo de plano se olfateaba, y los compinches iban cayendo
uno a uno o por parejas, como si tuvieran comunicación telepática, en casa de
alguno de ellos, fundamentalmente en la de Esperanza, o en la del Chino Joe y Rosita
o también en la de Marge y Joe Dunkley. Contadas veces en la de Nils Paulsen y
jamás en las del resto de esa banda de briagos.
Víctor Gómez se colaba a tales borracheras al menos
una vez al mes y ya sea que se efectuaran en Cerrada de Hamburgo, o en el
domicilio de alguno de los otros, el caso es que Esperanza siempre cargaba con
sus dos hijos a ellas. Las tareas escolares las hacían los niños en los
trayectos del coche, o en plena bacanal, y muchas veces alguien entre los
borrachos les ayudaba o se las revisaba y “corregía”, particularmente a Pera,
que ya iba en el quinto año de primaria.
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