Marge Dunkley era quien más se ocupaba de Toñito y
trataba de protegerlo cuando Esperanza, ebria o sobria, empezaba a insultarlo o
pretendía golpearlo. Y a Toñito le gustaba que lo llevara su mamá a casa de
Marge, quien habitaba un amplio departamento en un destartalado edificio en la
esquina que formaban la Avenida Melchor Ocampo y la Calle de Río Grijalva, en
la Colonia Cuauhtémoc, pues mientras las dos mujeres se servían sus tragos y
comenzaban, ahí sí por igual, a
despotricar contra el linaje masculino (aseguraban que la maldad de los hombres se hallaba congénita en
sus testículos desde su primera inhalación de aire), el niño podía revisar la
colección de monedas y estampillas postales que los Dunkley habían coleccionado
durante años a lo largo de sus viajes por el mundo.
Junto con Pera, también tenía permiso de llenar hasta
el borde la tina del baño y meter ahí dos veleros de madera, que así pasaban de
ser meros adornos en la sala del departamento, a terribles buques de guerra que
los hermanitos retacaban de las piezas de madera negras y blancas del ajedrez
de Joe Dunkley, reportero del periódico “The News”, quien por lo regular
llegaba bien tomado, como sucedió el 15 de septiembre de 1952, cuando todos
fueron convocados a celebrar “El Grito” con los Dunkley.
Los veleros nunca se mantenían a flote, pues siempre
medio minuto después de que la “batalla naval” principiaba, zozobraban. Los
niños terminaban empapados por las manotadas de agua que se daban y acababan
repitiendo toda la operación cuatro, cinco veces o más, hasta que la mentada de
madre de Esperanza se expandía, sonora, por todo el departamento:
-¡Chinguen su madre, cabrones, no puedo platicar con
Marge por su pinche escándalo!, ¡cállense o los madreo!
-Let them
be, damned it! (¡Déjalos, carajo!), le gritaba más fuerte Marge, con su
voz cavernosa y gargajienta de fumadora empedernida, a Esperanza.
-Es que
están chingando Marge, no dejan hablar con su jodido desmadre, le replicaba
Esperanza en voz más mesurada a la gringa, quien tenía desabotonada su
entallada blusita negra, por lo que se le movían, al no traer sostén, las tetas
de izquierda a derecha y viceversa, cada vez que levantaba sus blanquísimos
brazos para enfatizar sus palabras.
-¡Atención
babies (bebés)!, yo, su tía Marge, les autorizo que sigan echando desmadre,
entonces…… ¡cáguense donde quieran! Tras la proclama solemne, ambas beodas
soltaron estentórea carcajada y los niños siguieron jugando, mientras caían los
minutos y continuaba la espera de los demás borrachines.
La primera
pareja en llegar no fue la de los Mulayo ni la de los Young, sino la de Arni
Himanen y Tony Medrano. Y no es que
fueran homosexuales, sino que se habían convertido en uña y mugre,
gracias al alcohol. Tony Medrano vivía con sus dos hermanas solteronas también
en la Calle de Hamburgo, y además de borracho empedernido su otra afición era
el cuidado y adiestramiento de Molango, precioso irish setter que le había
regalado su ex esposa Amanda y cuyo pelaje color ladrillo decía Medrano que le
recordaba el vello púbico de ella, pues era pelirroja.
Tony estudió
la carrera de abogado en el Colegio Militar y se dio de baja en el ejército,
tras que su indisciplina lo llevó varias veces a experimentar la dura reclusión
castrense. Era un inadaptado. A Amanda alguna vez le metió tal golpiza, a
sabiendas de que era pariente del presidente Miguel Alemán, por lo que se vio
violentamente reprimido por militares que le advirtieron que la próxima no la
contaría. De ahí sobrevino su divorcio. Con esa catadura, acabó arropándose en
la “comprensión” de Arni Himanen, verdadero roble de dos metros de altura,
quien por una parranda bien puesta, y de gorra, escuchaba las horas que fuera
las “desgracias” de Tony Medrano. Medrano pagaba y Himanen acompañaba. Por eso
siempre tan unidos.
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