jueves, 3 de enero de 2013

Entrada 40



Marge Dunkley era quien más se ocupaba de Toñito y trataba de protegerlo cuando Esperanza, ebria o sobria, empezaba a insultarlo o pretendía golpearlo. Y a Toñito le gustaba que lo llevara su mamá a casa de Marge, quien habitaba un amplio departamento en un destartalado edificio en la esquina que formaban la Avenida Melchor Ocampo y la Calle de Río Grijalva, en la Colonia Cuauhtémoc, pues mientras las dos mujeres se servían sus tragos y comenzaban, ahí sí  por igual, a despotricar contra el linaje masculino (aseguraban que la  maldad de los hombres se hallaba congénita en sus testículos desde su primera inhalación de aire), el niño podía revisar la colección de monedas y estampillas postales que los Dunkley habían coleccionado durante años a lo largo de sus viajes por el mundo.

Junto con Pera, también tenía permiso de llenar hasta el borde la tina del baño y meter ahí dos veleros de madera, que así pasaban de ser meros adornos en la sala del departamento, a terribles buques de guerra que los hermanitos retacaban de las piezas de madera negras y blancas del ajedrez de Joe Dunkley, reportero del periódico “The News”, quien por lo regular llegaba bien tomado, como sucedió el 15 de septiembre de 1952, cuando todos fueron convocados a celebrar “El Grito” con los Dunkley.

Los veleros nunca se mantenían a flote, pues siempre medio minuto después de que la “batalla naval” principiaba, zozobraban. Los niños terminaban empapados por las manotadas de agua que se daban y acababan repitiendo toda la operación cuatro, cinco veces o más, hasta que la mentada de madre de Esperanza se expandía, sonora, por todo el departamento:

-¡Chinguen su madre, cabrones, no puedo platicar con Marge por su pinche escándalo!, ¡cállense o los madreo!

-Let them be, damned it! (¡Déjalos, carajo!), le gritaba más fuerte Marge, con su voz cavernosa y gargajienta de fumadora empedernida, a Esperanza.

-Es que están chingando Marge, no dejan hablar con su jodido desmadre, le replicaba Esperanza en voz más mesurada a la gringa, quien tenía desabotonada su entallada blusita negra, por lo que se le movían, al no traer sostén, las tetas de izquierda a derecha y viceversa, cada vez que levantaba sus blanquísimos brazos para enfatizar sus palabras.

-¡Atención babies (bebés)!, yo, su tía Marge, les autorizo que sigan echando desmadre, entonces…… ¡cáguense donde quieran! Tras la proclama solemne, ambas beodas soltaron estentórea carcajada y los niños siguieron jugando, mientras caían los minutos y continuaba la espera de los demás borrachines.

La primera pareja en llegar no fue la de los Mulayo ni la de los Young, sino la de Arni Himanen y Tony Medrano. Y no es que  fueran homosexuales, sino que se habían convertido en uña y mugre, gracias al alcohol. Tony Medrano vivía con sus dos hermanas solteronas también en la Calle de Hamburgo, y además de borracho empedernido su otra afición era el cuidado y adiestramiento de Molango, precioso irish setter que le había regalado su ex esposa Amanda y cuyo pelaje color ladrillo decía Medrano que le recordaba el vello púbico de ella, pues era pelirroja.

Tony estudió la carrera de abogado en el Colegio Militar y se dio de baja en el ejército, tras que su indisciplina lo llevó varias veces a experimentar la dura reclusión castrense. Era un inadaptado. A Amanda alguna vez le metió tal golpiza, a sabiendas de que era pariente del presidente Miguel Alemán, por lo que se vio violentamente reprimido por militares que le advirtieron que la próxima no la contaría. De ahí sobrevino su divorcio. Con esa catadura, acabó arropándose en la “comprensión” de Arni Himanen, verdadero roble de dos metros de altura, quien por una parranda bien puesta, y de gorra, escuchaba las horas que fuera las “desgracias” de Tony Medrano. Medrano pagaba y Himanen acompañaba. Por eso siempre tan unidos.

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