Pero había
más: Tony “adoptó” al finés, decía que era su hijo. Pasaba por él todas las
mañanas a un hotelucho de mala muerte en las calles de Perú, donde llevaba
varios años viviendo desde su arribo a México. Lo obligaba a bañarse, rasurarse
y almorzar como jeque árabe y después se salían por esas calles de Dios a
iniciar la borrachera del día, cayera donde cayera. El grado de intoxicación
etílica que en ocasiones llegaba a alcanzar Himanen, era tal que se orinaba en
sus pantalones y, tal como Mulayo, dos líneas de mocos líquidos llegaban a
resbalar de su nariz, hasta que Medrano las recogía con su pañuelo blanco o, si
había a la mano, con alguna servilleta de papel.
El pasado de
Arni era un misterio para todos los que lo frecuentaban, inclusive para el
propio Medrano. Lo único que se sabía es que había tenido un próspero negocio
en Nueva Jersey, donde se casó con una estadounidense que a la postre se
divorció de él y se quedó con el negocio. Pobre y sin ilusiones, Himanen viajó
a México y se dedicó sólo a beber. Su enorme cara tenía ese color morado que
distingue siempre a los alcohólicos terminales y su principal alimento del día
lo eran una o dos botellas de ginebra, de las que siempre daba religiosa
cuenta.
Igualmente
compartía con Medrano los favores sexuales de Herta Woolverich, hermosa
bostoniana de piel de alabastro, grandes ojos verdes y luenga cabellera negra,
que prácticamente se acostaba por un trago con el primero que pasara y que,
según aseguraba Medrano, ya no sentía nada cuando se la cogían. Una vez que
éste satisfacía sus apetitos, Herta siempre invitaba al toro de Arni a
aprovecharse de ella. A Herta ya no le importaba nada, sólo bebía y dormía.
Cuarentona, de una delgadez impresionante, en su juventud trabajó como modelo
en varias agencias de publicidad de Nueva York. De familia rica y muy
cultivada, recaló en Cuernavaca, que era
refugio de la bohemia gringa, y luego de algún tiempo vino a dar a la
Ciudad de México. ¿De qué vivía o quién la mantenía?, eran interrogantes,
acertijo que nadie podía resolver, hasta que un día ella le confesó a Medrano
que mensualmente su padre le enviaba determinada suma de dólares para su
manutención, a condición de que jamás regresara a Boston, donde tenía un hijo
adolescente que desde recién nacido fue recogido y educado por sus abuelos
maternos. A ciencia cierta Herta desconocía quién había sido el padre del
menor.
Herta
conoció en Cuernavaca a Diana Young. A ésta ahí le rentó una casa con alberca y
jardín su marido Rupert, el que continuamente viajaba a Estados Unidos, donde a
veces permanecía hasta dos meses seguidos, tiempo que Diana aprovechaba para
tener amoríos con uno y con otro, fueran gringos o mexicanos, lo que le daba igual.
Ello, no obstante que ya tenía dos hijas: un manguito, Jeanie, y Sheila, nada
bonita, pero sí muy estudiosa. Luego de algunos años toda la familia se vino a
vivir a la Ciudad de México, en un pequeño departamento de las calles de
Liverpool, en la Colonia Juárez. Rupert
siguió viajando muy seguido a los Estados Unidos y Diana continuó fornicando,
también muy seguido, en la Ciudad de México, mientras Jeanie y Sheila,
despreocupadas, estudiaban en el Colegio Americano. Jeanie era dos años mayor
que Pera y Sheila dos años menor, pero las tres casi siempre andaban juntas,
pues se entendían muy bien.
Por mera
casualidad o por curiosa coincidencia, un minuto después de que Antonio Medrano
y Arni Himanen ingresaron al departamento de Marge Dunkley, un débil golpe de
nudillos se oyó en la puerta: era Herta.
La
bostoniana se desplomó de inmediato sobre el sofá próximo a la puerta, y Tony
Medrano se dirigió volado a la cocina por un vaso con agua al que Esperanza le
echó dos cucharadas bien copeteadas de bicarbonato. Luego Medrano se sentó a su
lado en el sofá, la ayudó a incorporarse y muy lentamente le fue suministrando
el líquido por esa boquita que tantas cosas había hecho al abogado militar y a
incontables hombres a lo largo de su vida desperdiciada.
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