jueves, 10 de enero de 2013

Entrega 44



Y es que Diana Young tenía lo suyo, aunque nunca nadie le había creído ni papa sobre la historia de su vida que ella platicaba cuando le daba el cuete sentimental, sino hasta ese momento en que demostró sobradamente sus facultades físicas e histriónicas, a pesar del grado de intoxicación etílica que mostraba, pues había ingerido cuba tras cuba desde el instante mismo que pisó el departamento de Joe y Marge Dunkley.
Diana relataba que nació en Toledo, Ohio. Violada por su padre, huyó muy jovencita de su hogar y cruzó la frontera con Canadá, para llegar hasta Ottawa, donde muy discretamente ejerció la prostitución, ahorró todo el dinero que pudo y luego se trasladó a Toronto, donde ingresó a una academia de ballet y por su belleza y sus dotes naturales para la danza obtuvo buenos contratos en distintos cabarets. De vuelta en Estados Unidos, trabajó muy duro en Nueva York y logró debutar en un musical nada menos que en Broadway. Ahí la conoció el buenazo de Rupert, el que desde el instante que la vio, se enamoró perdidamente de ella.
Obligada a retirarse del medio artístico por Rupert, que asumió todos los gastos de la pareja, se la pasaron del tingo al tango por toda la Unión Americana. Una vez que la refresquera para la cual Rupert empezó a trabajar casi desde adolescente lo ubicó en México, la familia entera se lanzó hasta el sur del río Bravo. Y por ello, aunque nacidas en Estados Unidos, sus hijas  Jeanie y Sheila tuvieron su crianza en México, mayormente en Cuernavaca, entre las ausencias del padre y los amoríos y borracheras más que ocasionales de la madre.
Entre brindis y comentarios sobre Diana y su proeza se fueron concentrando todos en una especie de círculo en la sala, con Pera y Toñito al centro como si fueran saleros, y teniendo como fondo los gritos del Chino Joe que exigía “un pendejo que me ayude a poner los pinches platones en la chingada mesa”. Medio ofendidos los extranjeros por lo de “un pendejo”, finalmente canjearon su enojo inicial por francas risotadas, cuando Rosita con toda paciencia les explicó, hasta que lo entendieron cabalmente, que Joe sólo había intentado un chascarrillo, pues en castellano la palabra pendejo igualmente significaba ayudante del cocinero. Tras ese necesario breviario cultural, Rupert, Nils y Diana se amontonaron en el estrecho pasillo que conducía a la cocina, para pasar a recoger los cinco o seis platones rebosantes de enchiladas verdes y rojas, tostadas de frijoles y tinga, chiles rellenos en frío, quesadillas, tacos de barbacoa y de nopales. Por su lado, los Dunkley y los niños colocaban platos de cartoncillo, cubiertos de plástico y servilletas de papel sobre la mesa del comedor. Definitivamente el Chino era un genio del arte culinario. Y mientras más borracho, mucho mejor. Nadie dejó de chuparse los dedos, toda vez que empezaron, literalmente, a devorarlos.
Esperanza se había ido a vomitar al baño y Rosita y Eduardo del Trigal Condé, junto con los niños, fueron los primeros en abalanzarse sobre los platones, mientras que el resto brindaba con Joe por la hermosa presentación de la comida y los agradables olores que de ella se desprendían. Luego, tras el brindis, en derredor de la mesa del comedor empezaron los apretujones por allegarse las mejores porciones de cada una de las fuentes, no faltando los improperios en inglés y español.

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