Y es que Diana
Young tenía lo suyo, aunque nunca nadie le había creído ni papa sobre la
historia de su vida que ella platicaba cuando le daba el cuete sentimental, sino
hasta ese momento en que demostró sobradamente sus facultades físicas e
histriónicas, a pesar del grado de intoxicación etílica que mostraba, pues
había ingerido cuba tras cuba desde el instante mismo que pisó el departamento
de Joe y Marge Dunkley.
Diana relataba que nació en Toledo, Ohio. Violada por su
padre, huyó muy jovencita de su hogar y cruzó la frontera con Canadá, para
llegar hasta Ottawa, donde muy discretamente ejerció la prostitución, ahorró
todo el dinero que pudo y luego se trasladó a Toronto, donde ingresó a una
academia de ballet y por su belleza y sus dotes naturales para la danza obtuvo
buenos contratos en distintos cabarets. De vuelta en Estados Unidos, trabajó
muy duro en Nueva York y logró debutar en un musical nada menos que en
Broadway. Ahí la conoció el buenazo de Rupert, el que desde el instante que la
vio, se enamoró perdidamente de ella.
Obligada a retirarse del medio artístico por Rupert, que
asumió todos los gastos de la pareja, se la pasaron del tingo al tango por toda
la Unión Americana. Una vez que la refresquera para la cual Rupert empezó a
trabajar casi desde adolescente lo ubicó en México, la familia entera se lanzó
hasta el sur del río Bravo. Y por ello, aunque nacidas en Estados Unidos, sus
hijas Jeanie y Sheila tuvieron su
crianza en México, mayormente en Cuernavaca, entre las ausencias del padre y
los amoríos y borracheras más que ocasionales de la madre.
Entre brindis y comentarios sobre Diana y su proeza se
fueron concentrando todos en una especie de círculo en la sala, con Pera y
Toñito al centro como si fueran saleros, y teniendo como fondo los gritos del
Chino Joe que exigía “un pendejo que me ayude a poner los pinches platones en
la chingada mesa”. Medio ofendidos los extranjeros por lo de “un pendejo”,
finalmente canjearon su enojo inicial por francas risotadas, cuando Rosita con
toda paciencia les explicó, hasta que lo entendieron cabalmente, que Joe sólo
había intentado un chascarrillo, pues en castellano la palabra pendejo
igualmente significaba ayudante del cocinero. Tras ese necesario breviario
cultural, Rupert, Nils y Diana se amontonaron en el estrecho pasillo que
conducía a la cocina, para pasar a recoger los cinco o seis platones rebosantes
de enchiladas verdes y rojas, tostadas de frijoles y tinga, chiles rellenos en
frío, quesadillas, tacos de barbacoa y de nopales. Por su lado, los Dunkley y
los niños colocaban platos de cartoncillo, cubiertos de plástico y servilletas de
papel sobre la mesa del comedor. Definitivamente el Chino era un genio del arte
culinario. Y mientras más borracho, mucho mejor. Nadie dejó de chuparse los
dedos, toda vez que empezaron, literalmente, a devorarlos.
Esperanza se había ido a vomitar al baño y Rosita y
Eduardo del Trigal Condé, junto con los niños, fueron los primeros en abalanzarse
sobre los platones, mientras que el resto brindaba con Joe por la hermosa
presentación de la comida y los agradables olores que de ella se desprendían.
Luego, tras el brindis, en derredor de la mesa del comedor empezaron los
apretujones por allegarse las mejores porciones de cada una de las fuentes, no
faltando los improperios en inglés y español.
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