La estrechez propia de la Cerrada de Hamburgo y en su
inicio cuatro líneas sucesivas con tres autos cada una de ellas, entorpecía en
mucho el desplazamiento de policías (ocho en total) y mirones (¿quince?,
¿veinte?). Si a esto se añadía el barullo propio de los mensajes enviados y
recibidos, o simplemente escuchados, de las radios de las cuatro patrullas, más
las potentes luces de sus faros de búsqueda que se estrellaban contra la pared
que sellaba la angosta vía, más el murmullo de la gente, más las armas
desenfundadas por algunos de los gendarmes, el espectáculo total verdaderamente
impactaba.
Los señalamientos de la gente y los gritos de Jerónima,
Pera y Toñito, de ¡allí!, ¡es allí adentro!, ¡adentro está!, ¡trae traje azul!,
junto a la información que previamente a la Central de Policía habían dado
Jorge Santoyo y otros vecinos cuando
solicitaron su auxilio unos ocho o diez minutos antes, guiaron a los
representantes de la ley en un abrir y cerrar de ojos adentro del inmueble. También
se introdujeron Santoyo y uno o dos vecinos más, así como Jerónima, Pera y
Toñito. Un policía se quedó en la entrada de la casa para impedir que algunos
curiosos que buscaban a toda costa colocarse en primera línea, lograran colarse
de plano al interior del inmueble, pues el relajo que se había armado ya para
esos momentos era mucho más que mayúsculo.
Castañeda fue apresado cuando bajaba las escaleras y
Esperanza, tirada en el piso de su recámara y encuerada todavía, fue ayudada a
incorporarse por dos agentes que inclusive la ayudaron a ponerse una bata
blanca de baño, pues fue lo único que se veía a la mano. La bata no contaba con
el consabido cinturón para cerrarla y Esperanza hizo caso omiso de las
reiteradas sugerencias de los jenízaros de que con toda calma buscara alguna
ropa para vestirse. Inclusive le preguntaron a Jerónima si no podía hallar algo
qué ponerle a su patrona, a lo que ésta, aturdida todavía, contestaba que no
con la cabeza, y sólo se ocupaba de no soltar ni por un segundo las manos de los niños que estaban a
cada uno de sus costados, avergonzados, muy humillados, sintiendo las miradas
de todos y deseando con toda su alma que se los tragara la tierra en ese
instante.
Negándose a vestirse algo, y no importándole las miradas
socarronas de los hombres que estaban dentro del inmueble, de por sí pequeño y
ahora atiborrado, Esperanza sólo se
entrecruzó la bata, sujetándola con las manos para que no se abriera.
Bajó las escaleras, pidió un cigarro, mismo que ya encendido le proporcionó un
gendarme y se llevó a los dos o tres que al parecer eran los que estaban al
frente del operativo, hacia el mueble principal del comedor. Ahí sacó de uno de los cajones un fólder tamaño oficio
que contenía, entre otros documentos que les enseñó sin necesidad alguna, las
respectivas actas de su matrimonio y divorcio con Antonio Ruiloba González Misa,
así como las de nacimiento de ambos y las de sus hijos Esperanza, María
Encarnación y Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray. A mayor abundamiento, les
mostró igualmente el acta de defunción de su hijita María Encarnación y hasta
el contrato de arrendamiento de Cerrada de Hamburgo número uno.
Por más que los policías le indicaban una y otra vez que
a ellos no tenía que enseñarles nada, que el detenido iba a ser conducido a la
Delegación y que ella debería necesariamente acudir a denunciarlo, o de lo
contrario iba a ser liberado, pues ellos no podían excederse en sus funciones, Esperanza
no entendía razones y volvía sobre lo mismo: que lo habían agarrado en
flagrancia de haber cometido allanamiento de morada y provocado lesiones de las
que tardan más de quince días en sanar, que ella había estudiado leyes en la
Escuela Libre de Derecho y que sólo tenían que llevárselo y meterlo al bote,
que ella ni lo conocía ni sabía quién era, que ella se había casado con Antonio
Ruiloba González Misa, que el intruso había cometido daño en propiedad ajena y
mil cosas más.
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