jueves, 17 de enero de 2013

Entrega 51



Entre que se ponía y quitaba el cigarro de la boca, abría y cerraba el fólder, buscaba, rebuscaba, sacaba y metía las arrugadas actas, por necesidad ocupaba ambas manos y, en consecuencia, la bata quedaba bien suelta,  dejando a la vista de los policías, Santoyo y algún otro mirón, Jerónima y los niños, sin el mínimo pudor ni esfuerzo por evitarlo, sus grandes senos, su abultado vientre, su peludo pubis, sus vigorosos muslos e inclusive sus enormes nalgas cuando acometía algún giro violento hacia la izquierda o la derecha.
Sus hijos y su sirvienta no apartaban los ojos del piso, envueltos en la más grande de las vergüenzas por tanta miseria humana, cosa que desde luego no hacía ninguno de los varones ahí presentes, quienes no perdían detalle alguno de la infamante variedad que Esperanza les brindaba gratuitamente.
A algún policía finalmente  se le ocurrió la idea de sacar de la casa a Santoyo y un vecino más, y desde luego a los niños y a Jerónima, pero el daño moral y la degradación que sufrieron los hijos de Esperanza y aun la propia humilde sirvienta, fueron irreparables. Hasta ese momento fue que llegó Ana Videgaray, acompañada del abogado Víctor Gómez, con su inseparable cigarro y relamiéndose de gusto el bigote por los buenos pesotes que ya adivinaba  este nuevo escándalo le depararía.
Afuera, sudando, esposado, pegado a la pared de ladrillos rojos, recibiendo frontalmente el golpe de luz de los faros encendidos de los carros de la policía y el golpe mayor de todas las miradas de  más gente (entre vecinos y transeúntes) que ya se había arremolinado, Armando Castañeda estaba con la vista perdida, como ido.
Amanecía el 16 de septiembre de 1952, Día del Desfile, de ahí que hubiera tanta policía sobre Paseo de la Reforma, por lo que arribó tan rápido. De ahí que se arremolinara tanta gente, que no era otra que los comerciantes que transportaban las mercancías que en pocas horas empezarían a vender a los miles de personas apostadas sobre la ancha y bella avenida para contemplar a los soldados, a los tanques de guerra, a los cadetes del Colegio Militar y a los de la Escuela Naval de Veracruz, a los charros y a las adelitas en sus bellos corceles, a los bomberos en sus flamantes carros rojos con escaleras telescópicas y con sus relucientes cascos dorados. Era, en fin, un día más, como tantos otros, para Pera y Toñito, que nuevamente maldecían el haber nacido.
 Cerca de las seis de la mañana, y tal  como ya lo marcaba la nueva tradición impuesta, Pera, Toñito y Jerónima fueron llevados por la tía Ana a la casa de la matriarca de los Videgaray, en Hamburgo 126. Como era de esperarse, Jerónima no perdió su empleo ni se largó a su pueblo. Pasadas las tres de la tarde, Víctor Gómez depositó ahí a su amiga Esperanza, esta vez bien hinchada de la cara, bien moreteada, bien golpeada, con sus grandes lentes oscuros que no lograban ocultar su desvergüenza.

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