Entre que se ponía y quitaba el cigarro de la boca, abría
y cerraba el fólder, buscaba, rebuscaba, sacaba y metía las arrugadas actas, por
necesidad ocupaba ambas manos y, en consecuencia, la bata quedaba bien suelta, dejando a la vista de los policías, Santoyo y
algún otro mirón, Jerónima y los niños, sin el mínimo pudor ni esfuerzo por
evitarlo, sus grandes senos, su abultado vientre, su peludo pubis, sus vigorosos
muslos e inclusive sus enormes nalgas cuando acometía algún giro violento hacia
la izquierda o la derecha.
Sus hijos y su sirvienta no apartaban los ojos del piso,
envueltos en la más grande de las vergüenzas por tanta miseria humana, cosa que
desde luego no hacía ninguno de los varones ahí presentes, quienes no perdían
detalle alguno de la infamante variedad que Esperanza les brindaba
gratuitamente.
A algún policía finalmente se le ocurrió la idea de sacar de la casa a Santoyo
y un vecino más, y desde luego a los niños y a Jerónima, pero el daño moral y
la degradación que sufrieron los hijos de Esperanza y aun la propia humilde
sirvienta, fueron irreparables. Hasta ese momento fue que llegó Ana Videgaray,
acompañada del abogado Víctor Gómez, con su inseparable cigarro y relamiéndose
de gusto el bigote por los buenos pesotes que ya adivinaba este nuevo escándalo le depararía.
Afuera, sudando, esposado, pegado a la pared de ladrillos
rojos, recibiendo frontalmente el golpe de luz de los faros encendidos de los
carros de la policía y el golpe mayor de todas las miradas de más gente (entre vecinos y transeúntes) que ya
se había arremolinado, Armando Castañeda estaba con la vista perdida, como ido.
Amanecía el 16 de septiembre de 1952, Día del Desfile, de
ahí que hubiera tanta policía sobre Paseo de la Reforma, por lo que arribó tan
rápido. De ahí que se arremolinara tanta gente, que no era otra que los
comerciantes que transportaban las mercancías que en pocas horas empezarían a
vender a los miles de personas apostadas sobre la ancha y bella avenida para
contemplar a los soldados, a los tanques de guerra, a los cadetes del Colegio
Militar y a los de la Escuela Naval de Veracruz, a los charros y a las adelitas
en sus bellos corceles, a los bomberos en sus flamantes carros rojos con
escaleras telescópicas y con sus relucientes cascos dorados. Era, en fin, un
día más, como tantos otros, para Pera y Toñito, que nuevamente maldecían el
haber nacido.
Cerca de las seis
de la mañana, y tal como ya lo marcaba
la nueva tradición impuesta, Pera, Toñito y Jerónima fueron llevados por la tía
Ana a la casa de la matriarca de los Videgaray, en Hamburgo 126. Como era de
esperarse, Jerónima no perdió su empleo ni se largó a su pueblo. Pasadas las
tres de la tarde, Víctor Gómez depositó ahí a su amiga Esperanza, esta vez bien
hinchada de la cara, bien moreteada, bien golpeada, con sus grandes lentes
oscuros que no lograban ocultar su desvergüenza.
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