Esta iglesia no le
traía muy buenos recuerdos a Toñito. De ninguna manera. En mayo del año
anterior, 1951, sus tíos Lupe y Carlos los llevaron allí a él y a su hermana,
impecablemente vestidos de blanco, a “ofrecer flores a la virgen María”.
Conforme a la
tradición mariana que en todos los templos católicos así lo establece durante las
tardes de cada mes de mayo, a partir del pórtico de acceso a la iglesia y hasta
su altar principal, y luego en sentido inverso, se forman sendas líneas
paralelas de oferentes infantiles de ramos de flores blancas. En la entrada
recogen las flores, las dejan al pie del altar, regresan a la entrada y así
sucesivamente repiten la operación hasta que a las seis de la tarde finaliza
ese ritual que tiene de una a dos horas de duración. Las blancas vestimentas y
las flores sólo de ese color, simbolizan la pureza de la virgen María, virgen y
madre de Dios simultáneamente, de acuerdo a la doctrina católica. Pero en este
valle de lágrimas donde Satanás tienta constantemente al linaje humano para
llevarlo hacia la senda de la perdición, como dicen los evangelios, se dio el
infortunado segundo en el cual dos monjas que vigilaban el orden en la fila de
las niñas, así como en la paralela de los niños, pillaron a Toñito fuera de su
hilera y sin el ramo de gladiolas que debía depositar ante la madre de Cristo, ramo
que se hallaba tirado en el suelo,
pisoteado y deshecho.
Pero eso era poco, acaso lo de menos. Lo grave, lo
sacrílego, es que con su mano izquierda levantó el vestido de una niña que
devota caminaba en su fila, y con la derecha le metió tremendo pellizco en sus
nalguitas. La criatura no pudo evitar lanzar un grito, al tiempo que las monjas
cayeron de inmediato sobre Toñito, le aplicaron cada una, respectivamente, un
coscorrón y un manotazo, y se lo llevaron casi en volandas a la sacristía. Una
religiosa le recitaba, iracunda, fuera de sí, todos los castigos que sobre él
iba a descargar a partir de ese momento la justicia divina, mientras que la
otra le preguntaba quién lo había traído a la casa de Dios que había
deshonrado, dónde estaban los responsables de tan abominable oveja descarriada.
La religiosa no tardó ni un instante en averiguarlo:
junto a los padres de la menor ofendida, que se interrogaban con mutuas miradas
de asombro cómo pudo haber sucedido tan infausto acontecimiento, se presentaron
luego, luego, visiblemente avergonzados e irritados, los tíos Carlos y Lupe.
Las dos parejas de matrimonios se habían percatado instantáneamente de todo.
Pera continuaba en su fila ofreciendo flores. No se dio cuenta de nada, sólo
supo, cuando el rumor llegó a sus oídos, que fue una niña la que gritó y que “las
monjitas” sacaron de la procesión a un niño majadero.
Tras ofrecer las más cumplidas y fundadas disculpas a los
padres de la niña, igual que al par de monjas que seguían rasgándose las vestiduras
y alborotando al gallinero por la desafortunada y original travesura infantil,
Lupe y Carlos se volcaron sobre Toñito. Al pobre le reiteraron hasta el
aburrimiento todos y cada uno de los castigos que en el cielo y en la tierra
iba a recibir por lo que había hecho nada más ni nada menos que en la meritita
casa de Dios. Los castigos divinos anunciados realmente no le hicieron mucha
mella en su ánimo, pero lo que sí le caló fue algo terrible que sus padrinos y
tíos le dijeron que le iba a pasar aquí, en la tierra, aunque para ello faltaba
una eternidad, muchísimo tiempo todavía: cero regalos en Navidad y cero regalos
el Día de los Santos Reyes, pues Santaclós, junto con Melchor, Gaspar y
Baltasar lo habían visto todo y por ello no le iban a traer nada, absolutamente
¡NADA!
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