Toñito quería regresar el tiempo para no hacer lo que
hizo, para deshacer las cosas, para arreglar las cosas. Pero era impotente, no
podía, todo le resultaba inútil. En cámara lenta repetía las imágenes de cómo
iba seriecito y bien formadito en la hilera con su ramo de gladiolas en la
derecha, cómo vio a la niña adelantito de él en la otra fila y….¡Pácatelas!,
tremenda y sorpresiva nalgada del bueno del tío Carlos, quien nunca antes le
había dado un golpe, como tampoco la tía Lupe, lo volvió a la realidad, lo
despertó de su sueño imposible.
El enojo de los tíos, que se sentían padrinos antes que
tíos, no era para menos. No sólo por el hecho en sí, que era grave. No sólo por
el lugar en el que había ocurrido y la simbología que había ofendido. No sólo,
igualmente, por la vergüenza que habían tenido que pasar con los padres de la
niña, las dos respetables monjas y algunos que otros fieles fervorosos.
Estaban realmente mucho muy enojados debido a que el párroco de la Sagrada
Familia, administrada por los jesuitas, era precisamente el padre jesuita José
Olivares Parrera, primo hermano (el único que le quedaba) de Carlos Tello
Parrera. Carlos Tello Parrera y el padre José Olivares Parrera, más que primos,
eran verdaderos hermanos, amiguísimos desde niños y hasta que el más mocho de
los dos se fue a un seminario en Estados Unidos y ahí se ordenó de cura. Tan
sencillo como eso.
Cuando Jerónima y los chamacos entraron a la iglesia,
Toñito recordó todo lo sucedido ahí, sin olvidar los angustiosos días, semanas
y meses que tuvieron que pasar para que finalmente y “gracias a Dios que es tan
bondadoso y misericordioso”, como dijera la tía Lupe, el panzón Santaclós y los
reyes magos que existen, pero que nadie ha visto, olvidaran y perdonaran la
mala obra del chiquillo.
Pero la Sagrada Familia le trajo también tristeza, mucha.
Recordó, añoró, extrañó a sus “titos”. ¿Qué estarían haciendo?, ¿estarían
tristes como él?, ¿se acordarían de él?, ¿por qué no lo rescataban de una vez
por todas? Coincidentemente, la mente de Pera voló igualmente hasta Atlanta
188, a la casa con penetrante olor a naftalina de sus tíos Carlos y Lupe,
recordó igualmente a otros habitantes más humildes de esa mansión. Por ejemplo
a Samuel, el atento mozo, a quien ella, de chiquita, alguna vez le dijo “tío
Mamel, tío Mamel, pompóntele mi muñeca”, pues perspicaz como todos los niños,
bien se había dado cuenta que el mozo Samuel era el factótum, el que arreglaba
todas las descomposturas, el que solucionaba todos los problemas en esa casota
llena de cuadros, falta de luz y ventilación, por lo que se le hizo lo más
natural del mundo pedirle en ese tránsito
tan amargo y difícil para sus entonces tres años de edad, que le
volviera a la vida, que le compusiera para poder seguir jugando, su muñeca de
madera, a la que se le habían zafado los dos brazos.
-¡Esperancita, el mozo Samuel no es tu tío, es otro
pelado de la servidumbre!, ¡ten cuidado con lo que dices!, recordó Pera en la
Sagrada Familia, siete años después, la acotación humillante y violenta de su
tita Lupita, quien muy católica y toda la cosa, no por ello desperdiciaba las
oportunidades para sembrar, imbuir, inyectar en su ahijada y sobrina el sentido
de clase, el estilo y sentimiento que debía tener y expresar la “gente
decente”. Recordó el grito y la cara de enojo de su tía, y la cabeza gacha, los
ojos enrojecidos, la furia contenida, la humillación tragada por el buen
Samuel, que desde luego estaba ahí bien presente. Vino a su memoria cómo su
tita llamaba a sus criados “los enemigos necesarios”.
Pero de la misma manera recordó cómo se desternillaron de
risa sus tíos y ella cuando Toñito, de unos cuatro años de edad, un sábado se
subió en Hamburgo 126 al coche de ellos con diez o quince planas de un
periódico en las manos ennegrecidas por la tinta impregnada por su sudor y,
satisfecho, le dijo a su tía Lupe:
-Tita, aquí están los papeles que querías, ¿ya nos
podemos venir a vivir contigo y con mi tito?
-No, mi amor, estos no son los papeles que necesitamos.
Los que necesitamos son donde diga tu mamá que se pueden venir a vivir para
siempre con nosotros Esperancita y tú. Esos se llaman papeles de adopción, mi
vida; si nos los da firmados tú mamá viviríamos los cuatro muy felices, tu
tito, tu hermanita, tú y yo, le explicó la tía al niño, quien no entendió ni
papa y sólo se encerró en sí mismo, triste, muy triste.
Su inocente (¿o desesperada?) salida fue la respuesta que
se le ocurrió ante la machacona insistencia de Lupe Ruiloba cada que veía a sus
sobrinos, de que si su madre les daba a ella y a Carlos los papeles de adopción
de los niños, ya nadie jamás los separaría. Cada uno tendría su cuarto muy
bonito y cantidad de juguetes y ropa y viajarían a Disneylandia y verían al
santo padre en Roma y, y, y……..
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