domingo, 20 de enero de 2013

Entrega 54



Toñito quería regresar el tiempo para no hacer lo que hizo, para deshacer las cosas, para arreglar las cosas. Pero era impotente, no podía, todo le resultaba inútil. En cámara lenta repetía las imágenes de cómo iba seriecito y bien formadito en la hilera con su ramo de gladiolas en la derecha, cómo vio a la niña adelantito de él en la otra fila y….¡Pácatelas!, tremenda y sorpresiva nalgada del bueno del tío Carlos, quien nunca antes le había dado un golpe, como tampoco la tía Lupe, lo volvió a la realidad, lo despertó de su sueño imposible.
El enojo de los tíos, que se sentían padrinos antes que tíos, no era para menos. No sólo por el hecho en sí, que era grave. No sólo por el lugar en el que había ocurrido y la simbología que había ofendido. No sólo, igualmente, por la vergüenza que habían tenido que pasar con los padres de la niña, las dos respetables  monjas  y algunos que otros fieles fervorosos. Estaban realmente mucho muy enojados debido a que el párroco de la Sagrada Familia, administrada por los jesuitas, era precisamente el padre jesuita José Olivares Parrera, primo hermano (el único que le quedaba) de Carlos Tello Parrera. Carlos Tello Parrera y el padre José Olivares Parrera, más que primos, eran verdaderos hermanos, amiguísimos desde niños y hasta que el más mocho de los dos se fue a un seminario en Estados Unidos y ahí se ordenó de cura. Tan sencillo como eso.
Cuando Jerónima y los chamacos entraron a la iglesia, Toñito recordó todo lo sucedido ahí, sin olvidar los angustiosos días, semanas y meses que tuvieron que pasar para que finalmente y “gracias a Dios que es tan bondadoso y misericordioso”, como dijera la tía Lupe, el panzón Santaclós y los reyes magos que existen, pero que nadie ha visto, olvidaran y perdonaran la mala obra del chiquillo.
Pero la Sagrada Familia le trajo también tristeza, mucha. Recordó, añoró, extrañó a sus “titos”. ¿Qué estarían haciendo?, ¿estarían tristes como él?, ¿se acordarían de él?, ¿por qué no lo rescataban de una vez por todas? Coincidentemente, la mente de Pera voló igualmente hasta Atlanta 188, a la casa con penetrante olor a naftalina de sus tíos Carlos y Lupe, recordó igualmente a otros habitantes más humildes de esa mansión. Por ejemplo a Samuel, el atento mozo, a quien ella, de chiquita, alguna vez le dijo “tío Mamel, tío Mamel, pompóntele mi muñeca”, pues perspicaz como todos los niños, bien se había dado cuenta que el mozo Samuel era el factótum, el que arreglaba todas las descomposturas, el que solucionaba todos los problemas en esa casota llena de cuadros, falta de luz y ventilación, por lo que se le hizo lo más natural del mundo pedirle en ese tránsito  tan amargo y difícil para sus entonces tres años de edad, que le volviera a la vida, que le compusiera para poder seguir jugando, su muñeca de madera, a la que se le habían zafado los dos brazos.
-¡Esperancita, el mozo Samuel no es tu tío, es otro pelado de la servidumbre!, ¡ten cuidado con lo que dices!, recordó Pera en la Sagrada Familia, siete años después, la acotación humillante y violenta de su tita Lupita, quien muy católica y toda la cosa, no por ello desperdiciaba las oportunidades para sembrar, imbuir, inyectar en su ahijada y sobrina el sentido de clase, el estilo y sentimiento que debía tener y expresar la “gente decente”. Recordó el grito y la cara de enojo de su tía, y la cabeza gacha, los ojos enrojecidos, la furia contenida, la humillación tragada por el buen Samuel, que desde luego estaba ahí bien presente. Vino a su memoria cómo su tita llamaba a sus criados “los enemigos necesarios”.
Pero de la misma manera recordó cómo se desternillaron de risa sus tíos y ella cuando Toñito, de unos cuatro años de edad, un sábado se subió en Hamburgo 126 al coche de ellos con diez o quince planas de un periódico en las manos ennegrecidas por la tinta impregnada por su sudor y, satisfecho, le dijo a su tía Lupe:
-Tita, aquí están los papeles que querías, ¿ya nos podemos venir a vivir contigo y con mi tito?
-No, mi amor, estos no son los papeles que necesitamos. Los que necesitamos son donde diga tu mamá que se pueden venir a vivir para siempre con nosotros Esperancita y tú. Esos se llaman papeles de adopción, mi vida; si nos los da firmados tú mamá viviríamos los cuatro muy felices, tu tito, tu hermanita, tú y yo, le explicó la tía al niño, quien no entendió ni papa y sólo se encerró en sí mismo, triste, muy triste.
Su inocente (¿o desesperada?) salida fue la respuesta que se le ocurrió ante la machacona insistencia de Lupe Ruiloba cada que veía a sus sobrinos, de que si su madre les daba a ella y a Carlos los papeles de adopción de los niños, ya nadie jamás los separaría. Cada uno tendría su cuarto muy bonito y cantidad de juguetes y ropa y viajarían a Disneylandia y verían al santo padre en Roma y, y, y……..

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